Dom 23.10.2005
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La liturgia del voto

› Por Alfredo Zaiat

Editor jefe de Cash - Página/12


Luego de la apertura de las urnas, el conteo de los votos, la difusión de los resultados, la lectura de los diversos análisis que se realizarán del saldo que dejaron las elecciones y, finalmente, del festejo por haber vivido otra jornada de consagración de la democracia, vendrá irremediablemente el día después. En ese después se reafirmará el éxito de la democracia electoral, pero todavía seguirá siendo una asignatura pendiente el salto cualitativo hacia una democracia que brinde respuestas a una mayoría que aspira alcanzar una mejor calidad de vida. Con estos comicios se han cumplido 22 años del ejercicio de participar en libertad en la elección de autoridades. El período más extenso de la historia argentina de vivir en democracia con plenos derechos electorales para todos. Para muchos, la libertad de expresión y votar cada dos años parecen hechos naturales de la vida en sociedad. Después de décadas de oscuridad, las urnas son un valor incorporado e irrenunciable. Pero también se sabe que no es una condición suficiente para sentirse cómodo, satisfecho con la democracia.

Como dice el politólogo Guillermo O’Donnell, no sólo de golpes militares se muere la democracia sino que también puede extinguirse de a poco, de muerte lenta si la esperanza de justicia y progreso, que las sociedades pusieron en ella, no se realiza. Dante Caputo, canciller del gobierno de Raúl Alfonsín, se pregunta en un reciente artículo (“Los debates prohibidos”, Archivos del Presente, número 38, octubre 2005), “¿cuánta pobreza y desigualdad resiste la democracia?”.

Inquietante incógnita que hoy no tiene una respuesta inmediata, pero deja abiertas las puertas para una reflexión más aguda que el sencillo análisis de indicadores sociales.

En ese interesante escrito, Caputo reseña que hace 25 años sólo tres países de América latina podían mostrar una razonable estabilidad democrática: Colombia, Costa Rica y Venezuela. Hoy, en cambio, la democracia se ha instalado en todos los países de la región. “Nunca hubo tanta democracia, durante tanto tiempo en tantos países desde la independencia”, señala el ex ministro de Relaciones Exteriores. Y agrega que América latina es la región del mundo en desarrollo más democrática, pero a la vez es pobre y la más desigual del planeta. “Este triángulo, democracia-pobreza-desigualdad, es único”, concluye Caputo.

La apatía y el desinterés que manifiesta la mayoría de la población durante las campañas electorales, e incluso el descreimiento de que se produzcan cambios relevantes luego de las elecciones, resultan señales a tener en cuenta. Y no es responsabilidad única de un gobierno sino también de la oposición, de la corporación política que no ha sabido dar respuestas a demandas básicas de la sociedad en las últimas dos décadas. Unos y otros se dirigen a los electores como clientes, que tienen que comprar, con un sobre depositado en una urna, un producto: un candidato, que con reconocida habilidad los publicistas lo han convertido en un objeto de consumo. De esa forma, sin debate y simplemente con la expectativa de ver quién le gana a quién, como cualquier partido de fútbol, se va perdiendo ese calorcito primaveral de los primeros años de la democracia.

Puede ser natural y previsible ese desapasionamiento, pero no debería serlo el desencanto. En esa dinámica, asegura Caputo, “el peligro de que se considere a la democracia irrelevante para alcanzar una vida mejor ha reemplazado al riesgo de los uniformados”. Explica que las sociedades no están formadas por electores sino por mujeres y hombres que quieren ser ciudadanos. Por lo tanto, define que “una democracia que sólo los mire como electores, y no como personas que buscan que sus derechos se vuelvan reales, tangibles y cotidianos, corre el riesgo de ingresar en una liturgia sin sustancia”. Ese es el gran desafío del Gobierno, y también de la oposición, para el día después de estas elecciones, si en realidad pretenden cambiar algo.

El objetivo de mejorar la distribución del ingreso, entonces, no es solamente una cuestión económica sino también una meta para profundizar y construir una mejor democracia. La discusión que se ha instalado de ubicar en primer lugar de las preocupaciones a la inflación es la que pretende archivar el debate sobre cómo se reparte la riqueza. Aquellos que destacan que la suba de precios en Argentina se ubica entre las tres más intensas del mundo, no mencionan que también el crecimiento del país es uno de los más elevados del planeta. La tensión precios-crecimiento es una de las relaciones más estudiadas de la bibliografía económica. La receta que aplican las naciones desarrolladas es subir la tasa de interés para enfriar la economía o bajarla para empujar la actividad productiva. Es lo que hacen la Reserva Federal (banca central estadounidense) y también el Banco Central Europeo en sintonía fina para evitar el recalentamiento o la recesión. La cuestión en la Argentina es bastante más compleja. Aún con elevados niveles de desocupación y pobreza, y dado que el actual modelo de crecimiento tiene un impacto leve en provocar un descenso en esos indicadores, implementar una política monetaria y fiscal para disminuir el ritmo de aumento del Producto por el miedo a la inflación sólo conducirá a congelar la actual distribución regresiva del ingreso y, por lo tanto, convalidar un núcleo grande de marginados.

Si ése fuera el camino elegido, en las próximas y en las siguientes elecciones volverá el interrogante arriba mencionado: ¿cuánta pobreza y desigualdad resiste la democracia?

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