BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
La economía ha ingresado en un sendero de sensaciones de incomodidad, en un contexto de indicadores macroeconómicos espectaculares y un escenario internacional que sigue siendo muy favorable. Puede ser que la fatiga de fin de año colabore para el desarrollo de un estado de irritación generalizado. También puede ser que las reiteradas sobreactuaciones de Néstor Kirchner en su ya conocida y exitosa estrategia de negociación con grupos de poder económico provoquen cierto hastío. No se debería descartar que pueda ser, en realidad, por la herencia de Roberto Lavagna de índices de precios con un piso en el 1 por ciento mensual, numerito que para varios se trata de una señal de alerta. Hasta el anuncio de la cancelación de la deuda con el FMI fue presentado por algunos en forma engañosa como una reacción espasmódica. En fin, se trata de la vorágine del último mes del año, cuando parece que todos quieren hacer lo que no hicieron en los once meses anteriores. Esas tensiones acumuladas a lo largo del año detonan porque existe ese pensamiento adolescente referido a que lo que no se hace hoy, el año que viene no se realizará. Por algunos de esos motivos o por todos a la vez, o porque muchos ya están pensando en las vacaciones, lo mejor es pasar rápido diciembre. O como si se estuviera arriba de un tren, proponer “paren diciembre que me quiero bajar”.
Pese a los augurios de los fatalistas de siempre, el 2005 cierra con una economía a todo vapor y, a la vez, con una dinámica de crecimiento que sigue concentrando en pocas manos las riquezas que van en aumento. Faltan pocos días para comprobar en fotos y crónicas de revistas y diarios esa Argentina que sorprende y desorienta a visitantes extranjeros que tienen grabadas en sus retinas las imágenes de televisión de un país en llamas y lleno de pobres. La explosión de consumo en los centros turísticos del verano, que irán desde la exposición obscena de fortunas en Punta del Este, pasando por apenas una más cauta en Pinamar, hasta la masividad de Mar del Plata sin plazas de alojamiento será la instantánea contundente de esa dinámica de crecimiento posconvertibilidad. Pese al violento cambio de precios relativos provocado por la descontrolada devaluación de Duhalde, no se han alterado las raíces profundas de un modelo que genera desigualdad. Y no se han extendido aún más por las oportunas aunque discontinuas intervenciones del Gobierno. Esa situación revela la complejidad de instrumentar una política con el objetivo de mejorar la distribución del ingreso con base en un modelo “desarrollista” con ciertas anclas en el “neoliberal” de los noventa.
Los condicionamientos son evidentes y su negación no colabora para tratar de amortiguar sus efectos. La cuestión consiste en reconocer esas limitaciones heredadas y no terminar, por resignación o escasa voluntad política, conviviendo con ellas en vez de hacerlas menos influyentes. Varios son los dilemas a nivel económico que emergen cuando se evalúan medidas para cambiar la forma en que se reparte la riqueza. Como se explicó con amplitud en la producción del Cash del 4 de diciembre pasado, el principal desafío en ese sentido consiste en reducir la desigualdad sin afectar el crecimiento. Aquí aparece la restricción de cómo incentivar aumentos salariales, tanto en el sector privado formal como para los empleados estatales, sin correr el riesgo de que la inflación se dispare impulsada por empresas con posición dominante en el mercado. Sectores que ajustan por precio y no por cantidad ante señales de un aumento de la demanda, con una marcada morosidad inversora justificada por el etéreo “clima de negocios”. Esta última definición existe en el mundo de las empresas, alimentado por consultores de la city y amplificado por ciertos medios de comunicación, más allá de ser un concepto absurdo en términos de racionalidad económica. Otro de los dilemas que se presentan en ese camino refiere a impulsar una reforma tributaria progresista, eliminando la exención de Ganancias a la renta financiera y a la venta de empresas como así también la reducción del IVA, que puede ser respondida con una caída en el ritmo de inversión privada y con el riesgo de perder recaudación. Otra iniciativa podría ser la expansión del gasto social universalizando los planes asistenciales. En este caso surge la restricción presupuestaria por los cada vez más recursos que exige el pago de la deuda posdefault y los vencimientos con, ahora solamente, el Banco Mundial y el BID.
Existen varios otros condicionamientos a nivel de la economía para dificultar en el corto plazo una mejora en la distribución del ingreso. Aceptarlos pasivamente derivará irremediablemente en otra frustración. Saber que están y trabajar para disminuir su influencia es la principal tarea de Felisa Miceli, entrampada en acuerdos de precios de dudoso resultado en sus primeros pasos de gestión.
Pero en la economía no se juega todo el partido de cómo se hace un reparto equitativo de la riqueza. En ese campo se desarrolla la puja inmediata, pero la de mediano y largo plazo debería tener como protagonista a otros actores, y ya no exclusivamente a la ministra de Economía. Y por ahora esos personajes están ausentes o con una participación secundaria en ese objetivo. Se trata de las áreas de educación y de infraestructura básica.
Calles asfaltadas, veredas, escuelas próximas a la casa, hospitales equipados, iluminación, transporte cercano, todas condiciones que para los habitantes de grandes centros urbanos son habituales y parte de un inventario natural, son carencias de muchos. La redistribución del gasto para esas obras genera un importante salto en la calidad de vida de esa población marginada, que no recibirá de ese modo un aumento de sus ingresos monetarios pero sí por vía indirecta. Sólo hay que imaginar cómo queda la ropa luego de superar el umbral de la casa y pisar la calle de tierra en un día lluvioso o uno ventoso luego de varios días de calor para darse cuenta de la importancia de veredas y asfalto. Por ejemplo, la urbanización de las decenas de villas miseria es un proyecto que está ausente. Además de pelear por espacios de poder, en luchas palaciegas que poco le importan a la gente, el ministro de Infraestructura, Julio De Vido, junto con intendentes del conurbano, tienen esa responsabilidad en el objetivo de mejorar la distribución del ingreso.
A largo plazo, la educación es el arma más potente en esa meta. La escuela no debería ser solamente refugio de chicos con hambre, sino el ámbito de integración social, socialización del saber y capacitación. El mercado laboral tiene una lógica despiadada: más calificaciones educativas equivalen a mejores empleos y salarios más altos.
La educación no es menos importante que la economía cuando se habla de distribución del ingreso.
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