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› Por Alfredo Zaiat
La muletilla “de la buena fe” ha ido mudando a “clima de negocios”. Esos gaseosos apelativos son aplicados por el FMI, a partir de la solicitud de agentes económicos locales que aspiran a obtener con ese lobby algún beneficio para su actividad. Después de la experiencia de los últimos años, ya deberían haber aprendido que esa tecnoburocracia no es tomada en serio por casi nadie. El Fondo está en una profunda crisis de identidad. Sus recetas han probado ser un fracaso. Los pronósticos macroeconómicos de sus economistas no se cumplen. Las potencias mundiales, que controlan el directorio, se reúnen para definir qué hacer con esa institución, al tiempo de cuestionar las observaciones que le realizan al manejo de sus respectivas economías. Por caso, Tim Adams, número dos del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, respondió a las críticas del FMI acusándolo de que se mete en temas que no le corresponden. Además, el Fondo enfrenta graves problemas financieros luego de la cancelación de la deuda de Brasil y Argentina, y el adelantamiento de pagos realizados por Uruguay.
La actual crisis del FMI pone en evidencia, como nunca antes, que los planes de estabilización y los consiguientes créditos de asistencia estaban en función de la supervivencia de una megaburocracia. Además, por supuesto, de favorecer negocios de bancos, acreedores y multinacionales. Al clausurarse la relación de supervisión a partir de préstamos condicionados, el Fondo se quedó sin los cuantiosos ingresos por intereses, lo que le provocó desequilibrios presupuestarios. Contabilizará números rojos en sus próximos balances, acumulando un déficit de 588 millones de dólares en tres años. Sus gastos y despilfarro de recursos de sus misiones a países endeudados se quedaron sin financiación (a propósito, durante décadas el representante del FMI en el país tenía una oficina en el Banco Central, a cargo del presupuesto de la entidad monetaria). Así, otra vez más se prueba que en la relación acreedor-deudor este último no es tan débil como se cree y más aún cuando el vínculo es con países soberanos. En realidad, el acreedor, si bien tiene la fuerza de los dólares que presta, depende bastante del deudor, como se puede ver ahora en la crisis del FMI. Es lo mismo que un contrato con un banco: el negocio de la entidad es dar créditos y cobrar los intereses, no la cancelación de la deuda. Cuando se queda sin el cliente sus ganancias se diluyen.
Se presenta bastante paradójico que el mayor daño a uno de los principales responsables de la debacle argentina haya sido haberle pagado toda la deuda en un solo acto en forma anticipada. Si bien a un costo financiero importante por la entrega de casi 10 mil millones de reservas, pero insignificante a nivel económico de acuerdo con la evolución de las variables relevantes. También se puede analizar que la continuación de la buena performance de la economía se debe, entre otras razones, a haberse sacado de encima la presión del FMI. Basta pensar cómo actuarían los lobbies sobre la opinión pública en cada visita de una de las misiones de tutelaje de ese organismo, con la consiguiente alteración de las expectativas, por la pelea de la carne, la estatización de Aguas, los aumentos salariales, los acuerdos de precios, entre otras situaciones conflictivas.
Como esos locos de un internado que en un rincón repiten discursos alienados, el Fondo siguió recomendando en su Asamblea de Primavera, en Washington, que Argentina debería tener un superávit fiscal más amplio, subir la tasa de interés y dejar caer el tipo de cambio para contener la inflación. Gracias a esa insistencia, se ratifica lo que hay que hacer para seguir creciendo. Al respecto, algunas cuestiones que en su momento parecían de vida o muerte en los reclamos del FMI hoy no existen en la agenda, lo que revela otra vez más lo importante de no seguir sus consejos. El caso más emblemático es la situación de los holdouts. Ni en el resumen de prensa del informe semestral de Perspectivas Económicas Mundiales del organismo ni en las declaraciones de los miembros del Grupo de los Siete países más poderosos del planeta se hace mención a los acreedores que quedaron fuera de la reestructuración. Por un lado es una contundente señal de la pérdida de poder relativo de ese lobby y, por otro, la pésima decisión que realizaron los holdouts (excluidos los fondos buitre, ya que su negocio es otro) al no ingresar en el canje teniendo en cuenta las fabulosas ganancias obtenidas por aquellos que sí aceptaron el convite argentino.
Los jubilados japoneses e italianos fueron doblemente estafados. Primero, por sus bancos al momento de la colocación de esos bonos cuando la convertibilidad estaba haciendo agua sin advertirles sobre el riesgo mayúsculo de esa inversión. Y después por los representantes de los grandes acreedores que hicieron campaña contra el canje, convenciendo a pequeños y medianos inversores de no participar en esa operación, mientras ellos aceptaban. Hoy los títulos de deuda que nacieron de ese megatrueque de papeles cotizan a elevados valores, con el agregado del cupón atado al crecimiento económico que ha tenido un rally alcista espectacular, lo que les ha permitido contabilizar importantes utilidades a todos los que aceptaron los nuevos bonos.
Ante la crisis del FMI, el problema lo tienen los analistas que creen que Argentina es el ombligo del mundo y que el G-7 y esa desprestigiada institución multilateral tienen al país como un punto importante en su agenda. Entonces insisten con esa concepción infantil del “aislamiento internacional”, versión remozada de “dar la espalda al mundo”. Para desilusión de esos gendarmes de las buenas costumbres, hay temas más importantes para las potencias económicas que la inflación en Argentina. En un mundo convulsionado, con paradigmas que prevalecieron por décadas en cuestionamiento, guerras de megacorporaciones europeas por absorciones y tensiones comerciales entre los grandes bloques económicos, quedar al margen de esa corriente turbulenta porque el país “no pertenece al mundo” no es para lamentarse.
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