BUENA MONEDA › BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
De tanto roce con los medios de comunicación, los economistas de la city han adquirido vicios del periodismo: la búsqueda del impacto de la noticia y la vanidad. Para que el cliente-empresa (lector, oyente o televidente) quede atrapado con el mensaje y se interese en el tema, los gurúes (periodistas) exageran una situación hasta el absurdo. El objetivo es retener la atención del interlocutor. No importa tanto la rigurosidad mientras el tema ofrezca datos objetivos que puedan acomodarse para construir una historia creíble. Si después el desarrollo de los acontecimientos revela que la situación no era tan preocupante como se presentó o que fue una falsa alarma, la culpa será de la realidad que cambió o, con soberbia mediática, se destacará que el gobierno modificó su política a partir de las advertencias realizadas en su oportunidad. Muchos son los ejemplos en estos años de ese comportamiento por parte de los economistas profesionales, que pese a ello aún mantienen el crédito de parte de la sociedad o de los clientes-empresas. Debe ser que ese halo de “él sabe lo que va a pasar porque es economista” le ofrece la impunidad de equivocarse una y otra vez sin demasiados costos. La construcción más reciente de esa realidad distorsionada se refiere al frente fiscal.
Las alarmas encendidas por esos economistas sobre el aumento del gasto público y la reducción del superávit fiscal sólo pueden entenderse por la soberbia del saber. Toman como ingenuos o tontos a sus interlocutores. Plantear que el gobierno de Kirchner ha empezado a relajar el manejo de las cuentas públicas es un disparate. La actual administración es de las más conservadoras en muchísimas décadas. Los principios de la ortodoxia los cumple como ningún otro: prudencia monetaria, excedentes abultados y gastos medidos. Puede ser que a esos economistas no les guste el destino de los recursos o que prefieran que todo el superávit vaya a un fondo anticíclico, además de que ese instrumento se institucionalice. O incluso que aumente aún más el excedente del ya elevado 3,5 por ciento del Producto. Pero hablar de política fiscal expansiva es un poco exagerado, tanto como pasa con algunos titulares de diarios o informes de televisión.
La principal crítica apunta al aumento del gasto público por encima del incremento de los recursos, que va erosionando el superávit fiscal. Además de incorporar una considerable cuota de dogmatismo ideológico en referencia a que el gasto estatal es de por sí negativo, cuando se analizan en detalle las planillas oficiales no aparece ese “despilfarro”. En el primer cuatrimestre, el gasto primario (excluido el pago de intereses) subió casi 27 por ciento en comparación a igual período del año anterior, mientras que los ingresos lo hicieron en un 22 por ciento. Pero si no se contabilizan las transferencias a las provincias y el gasto en inversiones, las erogaciones se incrementaron 21,5 por ciento. Porcentaje que está en línea con la recaudación. Ese aumento del gasto se explica por ajustes en salarios de los empleados públicos y en jubilaciones, que vale recordar que –salvo el haber mínimo– todavía no recuperaron el poder adquisitivo previo a la devaluación.
Esas cifras fiscales abrieron paso a inconsistentes cuestionamientos desde la ortodoxia, que quedaron descolocados con los ortodoxos resultados del mes pasado con un superávit fiscal record. Los reparos sobre el aumento del gasto público, en realidad, terminan siendo funcionales al conservadurismo fiscal de Kirchner. El Gobierno se muestra en ese frente con una audacia que no es tal gracias a críticas sin fundamentos desde una ortodoxia con anteojeras ideológicas.
En términos reales, el gasto público se ubica por debajo del promedio de los noventa. El fenomenal excedente fiscal facilita el cumplimiento del aliviado cronograma de pagos de la deuda, la alimentación de un fondo anticíclico, la instrumentación de prudentes subas en las jubilaciones y la lenta recuperación del Estado de su imprescindible protagonismo como un agente de inversión en la economía.
Los países que se desarrollaron o los que aspiran a serlo tuvieron al Estado como un actor relevante en la inversión pública. Y ese es el gasto que, con más o menos eficiencia, con mayor o menor grado de transparencia, más ha crecido en términos relativos en los últimos dos años. Subió casi 73 por ciento en 2005 respecto al año anterior, y acumula un 91 por ciento en el primer cuatrimestre en relación al mismo período de 2005. En el último informe de coyuntura del Estudio Bein y Asoc. se precisa que esas erogaciones explicaron casi el 10 por ciento del gasto total el año pasado, con una proyección del 12 por ciento en éste, según el presupuesto. En plena crisis, esos gastos (inversión, transferencias de capital e inversión financiera) representaban poco más de medio punto del PIB, y en 2006 alcanzaría el 2,4 por ciento, porcentaje similar al promedio de la segunda mitad de la década pasada. La diferencia en esa comparación es que en los ‘90 el Estado abandonó su espacio necesario en la economía, y ahora está recuperando su participación en algunos sectores. Por ejemplo, en obras de infraestructura energética, subsidios a privatizadas y en aportes a nuevas empresas públicas (Enarsa y Aysa). El camino por delante es de una mayor intervención en esa área, teniendo en cuenta que en la década del 80 el gasto de capital representaba casi el 6 por ciento del Producto cuando toda la inversión en servicios públicos –que ya estaba siendo víctima del ajuste– estaba en manos del Estado.
Bastante se ha avanzado en el discurso económico para dejar atrás dogmas y muletillas del pensamiento único que predominó en los noventa. Pero en el área fiscal todavía falta mucho recorrido para que el debate económico no sea un juego de títulos mediáticos y lugares comunes de la ortodoxia. Un primer paso sería que los economistas de la city dejen de imitar los vicios del periodismo.
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