Dom 09.07.2006
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BUENA MONEDA › BUENA MONEDA

Finanzas Públicas

› Por Alfredo Zaiat

Si una crecida de los ríos por lluvias fuera de lo normal rompe carreteras y aísla a una ciudad, el Ejecutivo tiene la obligación de reasignar partidas inmediatamente para hacer frente a esa emergencia. Los damnificados no pueden esperar los tiempos políticos del Congreso. Luego, ese movimiento de dinero debe ser informado al Legislativo para que las comisiones correspondientes controlen la utilización extraordinaria de esos recursos públicos. Todo presupuesto, cuando es aprobado en tiempo y forma y con estimaciones cercanas a la realidad, requiere de cierta flexibilidad para que sea eficiente y útil para el funcionamiento del Estado. Ahora bien: ¿cuánta flexibilidad debe tener? y ¿cómo deben ser los mecanismos de control de ese movimiento de partidas? Ambas preguntas deberían haber sido las cuestiones centrales del debate de la semana pasada sobre el proyecto de delegación permanente de facultades al jefe de Gabinete para alterar el destino de partidas presupuestarias. A la vez, cuando hay excedentes fiscales no previstos, el Ejecutivo debería proponer al Congreso para su consideración el destino que quiere darles a esos recursos. Del mismo modo que estudian y luego aprueban el presupuesto anual, diputados y senadores deberían tener participación en cómo se distribuyen esos fondos adicionales. Parece algo sencillo en el juego democrático de control entre dos poderes (el Ejecutivo y el Legislativo) sobre la administración del dinero que es de toda la sociedad. Pero parece que no lo es, evidentemente, para la corporación política.

Lamentablemente, por soberbia de unos y especulación política de otros, no se aprovechó para discutir y ordenar el manejo de los recursos públicos. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, además de demostrar que estudió la materia Finanzas Públicas, esquivó las propuestas de establecer restricciones al monto global de reasignaciones de partidas. Sin la modestia que manifestaba cuando era titular de la Superintendencia de Seguros a comienzos de los ‘90, expuso como principal argumento que todos los gobiernos anteriores tuvieron esa delegación de facultad. Con esa humildad que perdió en los últimos años, no respondió por qué hay que institucionalizar algo que se hace mal durante mucho tiempo, o por qué no se puede poner límites al riesgo de movimientos arbitrarios de fondos por parte del actual o de otro futuro jefe de Gabinete. El ministro del Interior, por su parte, tiene la virtud de que conoce como pocos la lista de adjetivos descalificativos sin revelar con ellos ni una idea interesante sobre la cuestión. Desde la oposición, el diputado Mauricio Macri se rasga las vestiduras sobre la calidad institucional luego de pasar dos semanas en Alemania como espectador del Mundial de Fútbol. Raúl Alfonsín, por su parte, dramatiza con que está en riesgo la República, sin quedar en claro de si se trata de un acto reflejo hablando sobre los días finales de su gobierno.

Entre todos esos protagonistas de ese sainete, el diputado Claudio Lozano apuntó al punto central de ese tema: el manejo de millonarios recursos fiscales excedentes. “El proyecto de delegación permanente de facultades no es la única ni la más importante estrategia de administración sin discusión de recursos públicos”, señaló. En realidad, mezclar el proyecto de ley que otorga a Alberto Fernández la posibilidad de reasignar partidas con el destino que el Gobierno les da a fabulosos excedentes termina confundiendo. Si bien ambas cuestiones tratan de cómo se administran los recursos públicos, se termina embrollando todo. Como dicen en el barrio, por intentar agarrar a un gatito se termina escapando una manada de elefantes.

Según cifras de Lozano, la masa de recursos adicionales ha sido millonaria en los últimos tres años por la diferencia entre la recaudación presupuestada –por lo tanto autorizada para su gasto en el Congreso– y la efectivamente obtenida. Estima que ese dinero ha sido utilizado en casi su totalidad por parte del Gobierno para sostener pagos abultados de la deuda “sin siquiera poner en debate esa decisión”. En esos tres años, calculó el economista de la CTA, el Gobierno desembolsó 31.154 millones de pesos sin autorización parlamentaria. Fue una estrategia iniciada por Roberto Lavagna la de subestimar las proyecciones de crecimiento, y de ese modo los recursos y sus aplicaciones.

Frente a ese monto millonario, resulta poco relevante discutir que Jefatura de Gabinete haya podido reasignar de 2 mil a 4 mil millones de pesos en cada uno de esos tres años. Estos recursos estaban previstos en el Presupuesto, un cuadro de ingresos y egresos que tiene cuentas bastantes rígidas por el pago de salarios, haberes jubilatorios y compromisos de la deuda, entre otras erogaciones fijas. La posibilidad de reordenar partidas –con límites precisos– colabora a un buen gobierno.

Por otro lado, qué se hace con el ahorro extraordinario, que representa poco más del 15 por ciento de los ingresos totales, requiere de un presupuesto o una norma complementaria que permita discutir el destino de ese dinero. Por ejemplo, durante el año pasado, el Ejecutivo gastó 15.339 millones más que los originalmente presupuestados. De esos gastos sólo el 30 por ciento fue realizado vía facultades delegadas a Alberto Fernández. El resto, que alcanzó los 10.789 millones, fue dispuesto a través de Decretos de Necesidad y Urgencia. Lo más probable es que esos fondos hubieran terminado en el lugar que el Gobierno quería, dada la mayoría parlamentaria con que cuenta, pero se evitó ese debate. Se podría ganar en transparencia de gestión y no habría dudas sobre cuál es el uso que hace de esos recursos la administración Kirchner. Pero el camino elegido ha sido otro.

Cuando las variables macroeconómicas acompañan, lo que generan el previsible consenso de la sociedad, esas cuestiones son galopadas sin dificultad por el oficialismo. Es una pena que se haya aprendido tan bien la teoría y tan mal la práctica de la materia Finanzas Públicas.

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