BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Casi todos los indicadores económicos que difunde mensualmente el Indec son positivos o muy positivos. Esos resultados no son preparados por los técnicos para congraciarse con el Gobierno, sino que surgen de los procedimientos, metodologías y estándares de medición utilizados por el Instituto. Esos índices reflejan con veracidad el actual ciclo económico. Sin embargo, parece que la felicidad no es completa si no es absoluta. Existe una estadística que molesta hasta niveles de obsesión insoportable a la conducción económica y por extensión a la Casa Rosada: el Indice de Precios al Consumidor. La preocupación es comprensible teniendo en cuenta las enseñanzas que dejó la inflación como un factor relevante de erosión política y, por lo tanto, de destabilización de gobiernos. Esa inquietud también es entendible cuando se aborda el fenómeno inflacionario como la manifestación de la histórica puja distributiva que en las últimas décadas ha castigado a los sectores más vulnerables. Estas dos cuestiones de lectura política y otras más, como la dificultad de trabajar con burocracias estatales más apegada a kioscos particulares que a la tarea que les corresponde o la complejidad de lidiar con internas gremiales, no habilita, sin embargo, a poner en riesgo la credibilidad del Indec.
El desplazamiento de una técnica encargada de concentrar la información para elaborar el IPC es de una torpeza asombrosa. Otros cambios realizados por Economía en la estructura de cuadros técnicos del ministerio con algunos de esos argumentos no generaron polémicas. En una sociedad sensible por la evolución de los precios y la idea que se ha instalado de una inflación “real” y otra “oficial”, enviar una delegada del Palacio de Hacienda a ese cargo de “cuarta categoría”, como definió la ministra, sólo entorpece la pelea indispensable que se desarrolla en el terreno de los precios con los sectores económicos dominantes.
Los conflictos de una conducción económica con el Indec no son novedad. La tentación de presionar al Indec y de manipular información que éste elabora es una constante, bajo dictadura militar y democracia, con políticas ortodoxas y heterodoxas. Esa actitud no sólo afecta el principal capital del Instituto –la credibilidad–, sino que termina siendo un boomerang al afectar la credibilidad del propio gobierno. En el momento de la crisis puede parecer que los costos no son importantes para la administración en el poder. Pero los efectos se empiezan a detectar más adelante. Alfredo Martínez de Hoz no pudo frenar la debacle de la tablita pese al índice de precios “descarnado”; Domingo Cavallo no logró disminuir las consecuencias devastadoras en el empleo de la convertibilidad a pesar de los cuestionamientos a las estadísticas de desocupación del Indec; y Roberto Lavagna no aceleró la caída de la pobreza por preparar sus propias estimaciones.
El índice de inflación seguirá siendo un problema en el actual modelo del dólar alto mientras persista el lento reacomodamiento de los precios relativos luego de la megadevaluación. Y, fundamentalmente, mientras continúe la elevada concentración y escasa competencia en la mayoría de los mercados claves. Las retenciones, los acuerdos de precios o el flamante fondo de subsidios a ciertas cadenas agroindustriales revelan, con más o menos éxito, una oportuna intervención de la política económica en ese tema. En cambio, la metodología de cómo se construye el IPC es un debate interesante para seminarios de estadísticas, donde funcionarios de Economía deben participar por la responsabilidad de construir una mejor gestión, pero no debe ser terreno para una batalla de unidad básica.
Lavagna se fastidiaba porque la línea de pobreza que medía el Indec –como es habitual en América latina– era elaboraba con la media de los precios de cada componente de la canasta, en lugar de imputarle a cada ítem el precio más bajo encontrado en la recorrida de los encuestadores. El entonces ministro de Economía preparaba su propio indicador de pobreza con esa última metodología, que le mostraba una realidad menos dramática (a propósito, hoy, como candidato visitando las villas, ¿seguirá pensando lo mismo?). Finalmente, le pidió la renuncia al director del Indec, Juan Carlos Del Bello. Hoy, Guillermo Moreno quiere conocer los comercios donde se relevan los precios, observa cómo se imputará el aumento de las prepagas o aspira a generar un índice de “core-inflation” (excluyendo bienes de fuerte variación estacional, por ejemplo, energía y alimentos) como en Estados Unidos con la convicción de que va a ser más estable que el IPC actual.
Cuando Lavagna cuestionaba las estadísticas oficiales, el Plan Fénix difundió un declaración (La medición de la pobreza y la necesaria autonomía del Indec, agosto 2004) que adquiere una saludable actualidad. “El problema de fondo, que gobiernos de distinto signo político no parecen resolver, es de carácter institucional: ¿qué hacer con el Indec?”, plantearon economistas que hoy están bien cerca de la ministra Miceli. En ese documento responden a ese interrogante de la siguiente manera: “El papel del Indec es muy importante, especialmente, en una sociedad democrática que quiere construir un futuro de prosperidad y equidad”.
Los integrantes del Plan Fénix recordaban en ese trabajo que la información estadística es un bien público y, en consecuencia, su provisión es una obligación ineludible del Estado. Por lo tanto, la calidad de las decisiones públicas y privadas depende, en buena medida, de la disponibilidad de información demográfica, económica y social confiable. Insistían con que el activo principal de un organismo de estadísticas es su credibilidad. “Esta se apoya, a su vez, sobre la aplicación de criterios metodológicos estrictamente técnicos y sostenidos en el tiempo para asegurar la comparabilidad de las series de datos”, explican. Por eso, las metodologías de estimación estadísticas no pueden modificarse en función de las conveniencias políticas percibidas en cada momento ya que ello tiende a destruir la reputación del organismo de estadísticas.
Esos economistas concluyen con una apelación que parece escrita para la actual polémica: “Lamentablemente, los gobiernos suelen percibir al Indec como un molesto aguafiestas no invitado, en lugar de considerarlo como una institución fundamental que debería ser respetada por sus experiencias y saberes, y fortalecida en su capacidad de generación y análisis de la información estadística, especialmente de los problemas pendientes de solución como la pobreza y la desigualdad”.
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