BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
La negociación de los pasivos en cesación de pagos con el Club de París expone con claridad la arrogancia del poderoso frente al endeudado, que se caracteriza por un historial de descalabros, despilfarros e irresponsabilidad en el manejo de las cuentas públicas. Esas deficiencias, como otras, son por propia debilidad en la compleja tarea de construir un horizonte previsible. Pero las potencias no son inocentes en ese destino trunco. El Club de París es una organización supranacional informal que, muchas veces, responde a los intereses de los poderosos sin considerar las situaciones particulares de las naciones a las que suponen ayudan. Con más o menos hipocresía, dependiendo del pudor del caso, esa institución, como también la OMC, FMI, Banco Mundial y otras burocracias internacionales, prometen el bienestar futuro con el padecimiento presente.
Esa perversidad queda en evidencia en las tratativas de los últimos meses con el Club de París. Argentina, a diferencia del duro trato ofrecido a los tenedores de bonos en default, propuso a esa entidad pagar sin ninguna quita la deuda vencida y no honrada a término. Solicitó un plan de refinanciación, con alargamiento de plazos y reducción de la tasa, como hace cualquier deudor en problemas que quiere empezar a manejar esa mochila con cierta previsibilidad. La respuesta de los países miembro de esa institución fue el reclamo de cobrar en un solo pago, en una cancelación total, como la hizo el buen alumno –en términos financieros– Brasil, o la exigencia de que Argentina regrese a un programa de supervisión del Fondo Monetario Internacional. Esta última demanda, relativizada por muchos e ignorada por otros, es una injerencia desmedida en asuntos internos del país y una de las ofensas diplomáticas más relevantes que ha recibido el país en los últimos años.
En otras complicadas negociaciones, por ejemplo con las privatizadas o con los bonistas, las presiones del Grupo de los Siete y sus respectivas embajadas tenían su origen en la defensa de millonarios intereses monetarios. En cambio, esa pretensión del Club de París para aceptar la propuesta argentina tiene, simplemente, el objetivo del sometimiento.
Argentina destinó casi 10 mil millones de dólares para sacarse de encima la bota opresiva del FMI, del mismo modo que lo hicieron casi todos los países que tenían acuerdos con ese organismo desprestigiado. En ese momento se abrió una polémica por esa asignación de recursos teniendo en cuenta la delicada situación socio-laboral y las urgentes necesidades insatisfechas en varios frentes. Con el desarrollo posterior de la economía, sus restricciones, heterodoxias y tensiones por la política de crecimiento acelerado, se puede evaluar con mejor perspectiva la decisión de haber abandonado la tutela del fracaso del FMI. Basta con imaginar los cuestionamientos y boicot a medidas que buscan cierto equilibrio macroeconómico (retenciones, acuerdos de precios, aumento de jubilados, recomposición salarial, apuesta al Mercosur, entre otras), con voceros locales amplificando las críticas, para considerar que el divorcio con el Fondo tuvo un precio elevado, pero no tanto como el de haber mantenido el matrimonio. Invitar a la mesa a esa tecnoburocracia por parte del Club de París, entonces, es símbolo de la soberbia del poder y del desprecio a decisiones soberanas de países periféricos.
El argumento formal para ese pedido es que en las normas de funcionamiento del Club de París se estipula que el deudor que solicita renegociar sus pasivos debe “implementar un programa estructural de ajuste apoyado por el FMI”. Pero, a la vez, el Club de París se define como un grupo informal de acreedores oficiales –gobiernos o agencias públicas específicas– que coordinan “soluciones sustentables para estados deudores que enfrentan dificultades temporales en honrar sus compromisos de pago”, se explica en el documento Deuda pública: desafíos post-renegociación, del Centro para la Estabilidad Financiera (CEF). En ese trabajo se menciona el texto Le Club de Paris: Vu de I’interieur, de David Sevigny, publicado en el Canadian Journal of African Studies, que define a ese agrupamiento como “un mecanismo, no una organización formal, establecido como un conjunto de prácticas y procedimientos con actualización dinámica que sirven como una interfase entre estados acreedores y deudores”.
La flexibilidad, a diferencia de las organizaciones burocráticas, es una de sus características, lo que hace evidente que la exigencia de pasar por el FMI es una señal de castigo a un país que declaró el default más que de necesidad o adhesión a normas estrictas. El Club de París está integrado por 19 países (Alemania, Australia, Austria, Bélgica, Canadá, Dinamarca, España, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Holanda, Irlanda, Italia, Japón, Noruega, Reino Unido, Rusia, Suecia y Suiza) y varios observadores (FMI, Banco Mundial y bancos regionales de desarrollo). Al carecer de una estructura legal, sus miembros acuerdan un conjunto de principios para la reprogramación de las deudas, entre ellos el del tratamiento caso por caso, que implica que no se aplican reglas uniformes para todos los deudores, sino que dependerá de la situación de cada uno.
Desde 1956 Argentina ha renegociado deudas en ocho oportunidades en el marco del Club de París por un total de 11.502 millones de dólares, bajo el modelo “clásico”, que consiste en pactar tasas de mercado y períodos de repago de entre 5 y 10 años, según consigna el documento del CEF. De acuerdo con datos del Ministerio de Economía, la deuda pública susceptible de ser renegociada en el Club de París ascendía, en junio de 2006, a 6716 millones de dólares. A ese monto habría que restarle 982,5 millones del pasivo con España, cuenta que ya tiene su programa de repago acordado. Del saldo, casi el 50 por ciento corresponde a sólo dos países: Alemania y Japón. La situación irregular de ese pasivo implica la suspensión de las financiaciones al sector privado por parte de agencias oficiales de crédito para la importación de bienes de capital (por ejemplo, el Eximbank, Hermes, Coface, Ecgd, etc.).
En resumen, el panorama sería el siguiente: Argentina manifestó su vocación de querer salir de ese default y propuso un plan de pagos; el Club de París le exige que vuelva al Fondo; el Gobierno rechaza esa exigencia, no se avanza en la negociación y, por lo tanto, no se habilitan préstamos oficiales para inversiones de multinacionales que operan o quieren desembarcar en el país. Compañías que, a la vez, destinarían esos fondos para importar bienes de capital de su propio país. Entonces, ¿quién debería estar más interesado en que se cierre un acuerdo con el Club de París? O, de otra manera, ¿a quién le conviene apurar la renegociación de esa deuda en default? A los acreedores, si optan por guardar en el cajón la actitud de “vigilar y castigar” del poderoso.
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