BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Por la ventanita de un movimiento alcista en los precios y de la escandalosa intervención del Gobierno en el Indec se han colado, otra vez, falacias del discurso económico ortodoxo con una intensidad destacable teniendo en cuenta el fracaso de su experiencia reciente. También es cierto que en un año electoral se exacerban las pasiones y todo sirve para hacer campaña. Pero en el tema económico, con todo lo que se padeció por crisis sucesivas, la mayoría de la población se merece un poco de piedad. Varios son los debates dormidos en materia económica que deberían ser despertados, pero no son precisamente los fantasmas que se pretenden instalar –con bastante éxito en gran parte de los medios de comunicación–- en áreas donde no hay motivo. Por ejemplo, en el frente fiscal o en el campo salarial por el supuesto peligro de un desborde en los ajustes acordados. O en la cuestión monetaria por el costo de la esterilización del Banco Central, absorción de pesos del mercado necesaria por la compra abundante de dólares. En lugar de déficit cuasifiscal, que es la alarma que se enciende por el stock de deuda que acumula el instituto emisor, el saldo de esa política es positivo por la renta que devengan las reservas, que es superior a la tasa que se paga por esos pesos utilizados para comprar los dólares y luego retirados de la plaza. Es cierto que cada vez es más complejo el manejo de esa política, pero lo es porque hay más reservas y, por lo tanto, más pasivos emitidos. Se trata de un problema de abundancia, no de escasez.
Situación similar se verifica en las negociaciones salariales con los grandes gremios. Son tratativas entre el grupo más protegido de los trabajadores, si se considera la precariedad del universo laboral con un poco más del 40 por ciento del empleo no registrado, con sectores productivos que registran ganancias y perspectivas de negocios como pocas veces tuvieron en las últimas décadas. Discuten la abundancia, el excedente, no la insuficiencia o un horizonte de incertidumbre.
El miedo a la inflación es la mejor arma para disciplinar los reclamos de mejoras en los ingresos de los trabajadores. Y fue blandida con relativa efectividad ayudada por oportunas turbulencias en los precios, lo que alimentó el temor a un desborde. Pero esa estrategia quedó a mitad de camino porque tanto insistieron, con la colaboración inestimable de sus amigos economistas de la city, que existía otra inflación (“la reprimida” o “la de los precios implícitos”) con el objetivo de flexibilizar los acuerdos de precios, que los gremios subieron el piso de la negociación. Además, el bochorno de la intervención oficial en el Indec terminó por desordenar la discusión por los salarios. La decisión de la Casa Rosada de fijar el techo del 16,5 por ciento fue para acomodar una negociación que había perdido un punto de referencia, como era el índice de precios al consumidor.
A medida que se vaya normalizando el sendero de recuperación del salario real y disminuyendo la aún elevada tasa de des y subocupación, las paritarias deberían empezar a tener otro sentido en el capítulo sobre los ingresos de los trabajadores. Como cada sector económico posee niveles de productividad diferentes, contabiliza ratios de ganancias distintos, registra retrasos relativos en materia salarial según el gremio y enfrenta situaciones de mercado dispares, la negociación debería transitar en el futuro por las particularidades que presenta cada una de las ramas productivas. No es lo mismo un trabajador de Techint o de Aluar, por caso, que uno perteneciente al sindicato de comercio. Con el piso de la inflación, cada uno tendría que comenzar a liberarse y discutir en base a la tasa de ganancia de cada rama de la producción.
En esa línea surgiría la sorpresa de que empleados con remuneraciones por encima del promedio están registrando el nivel más alto de explotación de su fuerza de trabajo teniendo en cuenta la productividad por unidad y el nivel de rentabilidad de la empresa. Emancipados del corset del Pacto Social al estilo Kirchner, con una orientación básica del Estado de poner la inflación prevista como base de negociación, cada gremio y cámara empresaria tendrían la posibilidad de negociar con más libertad. Hoy, en la práctica, no hay paritarias por rama, sino una general en función del dedo Kirchner, que, vale aclarar, a diferencia de gestiones pasadas, se vuelca a favor de los sindicatos aunque sin romper con los empresarios.
A nivel teórico, los economistas del Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino (Cenda), en un documento de comienzos de año, se adelantaron para exorcizar los fantasmas lanzados en los últimos meses que “los trabajadores no son los responsables de la inflación”. Explicaron que “no es válido afirmar que los aumentos en los costos salariales generan inflación porque si éstos aumentos no son acompañados por una política monetaria expansiva es imposible desde el punto de vista contable que haya inflación”. Esa respuesta es el contraargumento desde la propia teoría económica convencional, que sostiene que los precios son proporcionales a la cantidad de dinero en situaciones de pleno empleo, pero no cuando hay desocupación. En este último caso, una política monetaria expansiva no genera inflación necesariamente. “Dicho de otra manera, los aumentos en la cantidad de dinero no son siempre una razón suficiente para explicar los aumentos de precios, aunque sí son una condición necesaria”, apuntaron. Entonces, concluían con que “si no crece la cantidad de dinero es imposible que los aumentos en la demanda se convierta en subas en los precios”. De esa forma, refutan la falacia respecto de que el alza de salarios se traduce en rebote inflacionario.
El camino a transitar si existe la vocación de buscar respuestas a los motores de la inflación en Argentina se encuentra en analizar la existencia de una estructura de mercados oligopólicos. Esa distorsión afecta con más intensidad a los asalariados, que padecen los aumentos en los precios de los bienes de la canasta básica. O sea, que la recuperación de los salarios no provoca inflación, sino que, por el contrario, es el mecanismo de defensa de los trabajadores ante los ajustes que aplican empresas con posición dominante en el mercado, que contabilizan tasas de ganancias extraordinarias. Esos niveles de rentabilidad los defienden ajustando los precios.
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