BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Uno de los principales problemas con el servicio ferroviario es que la mayoría de los funcionarios que se ocupan del tema entiende poco de la cuestión y no son habituales pasajeros del tren. Lo mismo pasa con los empresarios, que tienen en concesión los ramales y se limitan a cobrar subsidios para embolsar su parte como operador técnico y para sobrefacturar los servicios de reparación y renovación del material rodante. Otro de los problemas es que, como en la mayoría de los grandes debates económicos nacionales, se ignora la historia y, por lo tanto, se repiten situaciones que deberían evitarse simplemente mirando para atrás. Tampoco se analizan las experiencias internacionales para aprender de ellas. Entonces, más allá del cuestionado empresario Sergio Taselli, que perdió antes el San Martín y ahora el Roca y el Belgrano Sur, o de sus colegas Cirigliano, Roggio y Romero que manejan el resto de los ramales, o del secretario de Transporte, Ricardo Jaime, que no tiene área bajo su responsabilidad que no haya tenido estallidos además de sospechas de desmanejos de recursos públicos, lo que está ausente es un proyecto para la red ferroviaria. Resulta necesario un discurso que revalorice los trenes, pero no es suficiente si no está acompañado de un plan para su desarrollo.
El economista e historiador Mario Rapoport escribió en un artículo publicado en el diario Hoy de La Plata que “cabe remontarse a un pasado aún más lejano, a fines del siglo XIX, en pleno auge de la economía agroexportadora, para darnos cuenta de que el desempeño de las compañías ferroviarias privadas no fue nunca brillante y dependió, como ahora, del auxilio del Estado, tanto para el mantenimiento de los servicios como para obtener las rentabilidades deseadas”. A la vez, la discusión sobre los subsidios es política más que técnica. Toda red ferroviaria en el mundo cuenta con asistencia del Estado y aquí actúan además como un salario indirecto vía tarifas para los sectores más postergados. La cuestión no es la existencia de subsidios, sino que no hay controles públicos eficientes sobre el destino de esos recursos, que despiertan sospechas sobre el vínculo que se construye entre el funcionario que abre la billetera estatal y el concesionario privado.
El modelo de gestión de concesión al sector privado ha fracasado y ha probado ser incapaz de mejorar el estado del deplorable servicio que están brindando. El regreso a la estatización de la red despierta entendibles temores ante la ineficiente gestión de los ochenta, además de que el Gobierno no tiene la intención de asumir esa responsabilidad para evitar eventuales costos políticos de futuros estallidos como el registrado en Constitución. Teniendo en cuenta que millones de personas padecen las prestaciones de los actuales trenes, se podría empezar a buscar caminos alternativos para reconstruir ese servicio público esencial. Se trata de tener vocación de diseñar un plan más que de actuar de bombero. La experiencia británica resulta un antecedente a estudiar de cómo se reacciona ante una crisis con los trenes.
La infraestructura ferroviaria británica sufría de un proceso de desinversión de décadas, que se inició con British Railways y se prolongó durante el período de Railtrack, la empresa privada que asumió la administración de la red en el gobierno de Margaret Thatcher. Railtrack llegó a cotizar en la Bolsa de Londres, pero la crisis por la deficiencia en el servicio estalló con una serie de accidentes (Paddington, en 1999, y Hatfield, 2000) que reveló su ineficiencia. Los defectos en puntualidad –valor supremo para los ingleses– y la disminución de la velocidad para compensar la falta de inversiones y así evitar accidentes pusieron en crisis ese modelo.
Los ingleses se propusieron entonces diseñar una nueva organización de la actividad ferroviaria creando Network Rail, en el 2002, y elaboraron un plan de desarrollo de la red presentado como el Libro Blanco sobre el futuro del Transporte, en 2004. En cuatro años, desde el diagnóstico de que el sistema privatista thatcherista se había agotado, modificaron el funcionamiento del “negocio” ferroviario, fortaleciendo un esquema de gestión y control social sobre operadores privados con una participación relevante del sector público. Esa experiencia resultó notable.
Network Rail gestiona un total de 32.100 kilómetros de vía, 1000 cabinas de señalización, 40 mil construcciones entre puentes, túneles y viaductos, 9000 pasos a nivel y 2500 estaciones. No administra los trenes sino que es proveedora de servicios a las operadoras del transporte ferroviario. Es una sociedad privada de responsabilidad limitada, sin fines de lucro, y todos los beneficios se invierten directamente en mejorar la seguridad, fiabilidad y rendimiento del ferrocarril británico. “Este es el propósito de la compañía, nada más”, afirma el director general de la compañía, John Armitt. En lugar de accionistas tiene “miembros”, que no perciben dividendos y tienen poderes claramente definidos: no dirigen la compañía, pero controlan la gestión del negocio y aprueban el nombramiento de los directores. Esos “miembros” son representantes de todos los actores involucrados en el sector: operadores privados, proveedores, usuarios, sindicatos y sector público. El consejo de administración de doce directores, de los cuales cuatro son ejecutivos, es responsable de dirigir la compañía. Son controlados, además de por la autoridad oficial (Passanger Transport Authorities), por actores sociales, entre los cuales se encuentran el Parlamento, gobiernos locales y los pasajeros. Estos últimos están reunidos en comités de viajeros por ferrocarril (Rail Passanger Committees), establecidos por el Parlamento, que se ocupan de cuestiones como la puntualidad y la supresión de trenes, horarios, limpieza, propuestas vinculadas a la seguridad, entre otros aspectos. En el documento Network Rail Corporate Responsability Report 2005, que editó la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, a principios del año pasado, se destaca que la tarea de esa compañía es la de “ofrecer una red ferroviaria fiable, segura y asequible para toda Inglaterra. Para ello, invierten 14 millones de libras esterlinas por día (unos 20,7 millones de euros, equivalente a 28 millones de dólares) para operar, mantener y renovar la infraestructura ferroviaria. El servicio mejoró notablemente en comparación con el período anterior de predominio de la lógica del lucro con los trenes en la era conservadora.
Otros países desarrollados tienen sus propios modelos de gestión diferente al británico y los trenes también funcionan. Aquí, el esquema de concesión más subsidios sin control probó que no sirve para brindar un servicio digno a millones de personas ni muchos menos para la expansión de la red. Los parches no sirven para un tren descarrilado.
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