BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
En el escenario del teatro de la economía argentina se está presentando una peculiar escena, que ofrece una pista sobre las dificultades para construir un modelo consistente de crecimiento con inclusión social. El gobierno de Néstor Kirchner ha demostrado a lo largo de su gestión que en el manejo de la política fiscal ha sido muy conservador, comportamiento que se reveló por su obsesión por lo que los economistas de la city denominan “la caja”. De todos modos, sus decisiones de política económica han sido evaluadas por ese elenco de profesionales como audaces o, en todo caso, de cierta inconsistencia con el saber convencional. A la vez, el consenso mayoritario de esos analistas y gurúes, e incluso de algunos funcionarios relevantes de esta administración, resulta aún más conservador que el expresado por Kirchner. Se presenta así un típico problema argentino de las últimas décadas: hasta lo conservador se expone como discordante de un orden establecido, entonces la exigencia de encarrilar ese desvío, o sea “ser racional”, se ubica en una posición que es aún más conservadora. Es un cuadro de situación bastante patético. El caso más evidente en estas semanas previas a las elecciones es el referido al gasto público. Las alarmas encendidas por su evolución (ver nota de tapa de este suplemento) merecen el tratamiento por parte de un psicólogo de economistas.
El ejemplo más claro de disociación, patología con que los especialistas de la mente se enfrentan habitualmente, se observa en cómo examinan el superávit fiscal y, en consecuencia, las recomendaciones que emergen de esa evaluación. Señalan que ese excedente ha disminuido por la aceleración del ritmo del gasto, estimando que el saldo al final del año igualmente se ubicará positivo entre el 2,5 y el 3,0 por ciento del PIB. Pero precisan que, en realidad, el superávit neto será menor (de 1,9 a 2,1 por ciento), al excluir los fondos transferidos de los trabajadores que aportaban a las AFJP. Ahora bien, esa “rigurosidad” en la exclusión de partidas para hacer más “prolijas” las cuentas no la aplican cuando deben calcular el ritmo de crecimiento del gasto, que redujo un poco el superávit fiscal, por las erogaciones extraordinarias motivadas por las fuertes restricciones energéticas de junio y julio pasado. Salvo que se estime que éste y el próximo gobierno no realizarán nada para evitar una nueva crisis de oferta de energía, se puede llegar a considerar como un gasto permanente y creciente esas transferencias. Resulta exagerada esa hipótesis. Sin embargo, en este caso no exponen el superávit neto excluyendo el gasto excepcional por el problema energético. Esta disociación es tan marcada que ignoran que el giro del aporte previsional de los trabajadores recuperados por el sistema de reparto será permanente, mientras que el “desborde” del gasto en energía por imprevisión oficial será transitorio.
En realidad, esa disociación no es inocente, responde a una cosmovisión del mundo conservadora, que tiene la particularidad de ser implacable cuando el Estado expande gastos para sectores postergados, como los jubilados y trabajadores, pero es indulgente cuando esas erogaciones implican transferencias para los bloques del poder económico, como grupos privados que manejan servicios públicos o bancos. Al respecto, resulta sorprendente la importante asistencia monetaria a las entidades por parte del Banco Central vía pases y recompra de Lebac y Nobac, además de permitirles la valuación a paridad técnica y no de mercado de esos instrumentos de deuda, en un contexto de elevada liquidez doméstica y donde los bancos contabilizan niveles de ganancias y grados de solvencia crecientes. Lo más increíble es que ese auxilio se concreta porque la banca extranjera ha estado girando recursos para aliviar un poco el cimbronazo que están padeciendo sus casas matrices por la crisis de los créditos hipotecarios en el mercado estadounidense. Y, pese a esa ayuda del BCRA, la respuesta de la banca en la plaza local ha sido la de subir en forma abrupta la tasa de interés, además de recortar líneas de créditos al sector productivo.
La “racionalidad” de la economía brinda argumentos sólidos para explicar la intervención del Estado, tanto para auxiliar bancos como para incrementar el gasto en Seguridad Social. El requerimiento de un psicólogo de economistas no se pone en evidencia por esa necesaria participación del Estado en la resolución de problemas complejos, sino por la prejuiciosa forma de evaluación de esas intervenciones. Un artículo publicado en un reciente libro (Cultura y neoliberalismo, de Clacso) ofrece un interesante sendero a transitar para analizar esa disociación. El investigador Daniel Mato sostiene en Think Tanks, fundaciones y profesionales en la promoción de ideas (neo)liberales en América Latina que instituciones y economistas han orientado su labor a “la producción de un cierto sentido común (neo)liberal en circuitos socio-comunicacionales específicos, apuntando con ello a la formación de opinión pública a escalas lo más amplias posible”. Mato destaca que “las ideas (neo)liberales son parte del sentido común de grupos de población y, eventualmente, incluso de mayorías electorales y no sólo de ciertos partidos políticos, grupos empresarios y otros grupos de interés”. Precisa que “si no fuera así, sería difícil comprender el rating que alcanzaron, en ciertas coyunturas, estas ideas y quienes las preconizaron en algunos países”. Menciona al respecto la popularidad de Menem y Cavallo en la Argentina durante no pocos años en los noventa. Para concluir que el trabajo de los think tanks, sus economistas y la amplificación en los medios de comunicación de su concepción sobre los temas económicos, pero también los políticos y sociales en general, van construyendo “hegemonía en torno a sus representaciones, a través de su naturalización, por la producción de un cierto sentido común; y esto se lleva a cabo en forma paciente y perseverante, no por la vía de la imposición”.
Frente a ese panorama, con la solitaria excepción de los economistas del Plan Fénix, queda exteriorizada la debilidad de la construcción de otro sentido común, ya sea por mezquindad política, ingenuidad o pereza intelectual.
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