BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Un conocido cuento jasídico relata que había una vez un aldeano que vivía en la pobreza. El, su esposa y sus cinco hijos vivían apiñados en la única habitación de su casa. La mujer se lamentaba constantemente, reclamándole a su marido que les proporcionara condiciones de vida más tolerables. Los niños se peleaban y lloraban. El hombre trabajaba duramente y ganaba apenas lo necesario para darle de comer a su numerosa familia. La situación era desesperante. Finalmente decidió pedirle un consejo al rabino. Este escuchó la historia y le preguntó al aldeano: “Dime, ¿tienes una cabra?”. “Sí”, respondió. “Entonces regresa a tu casa y haz que la cabra duerma durante tres noches en la habitación, junto con todos ustedes. Al cuarto día ven a verme nuevamente”. Pasado ese tiempo, volvió a lo del rabino. “¿Y qué tal, cómo han transcurrido estos tres días?”, preguntó. “Rabí, esto es terrible. El olor y la suciedad son absolutamente insoportables. Mi mujer me maldice y quiere echarme de casa. Ya no sé qué hacer”, explicó. “Hijo mío, vuelve a tu casa, saca la cabra de la habitación, dile a tu mujer que limpie bien y ven a verme nuevamente dentro de tres días”, aconsejó. Transcurrido ese lapso volvió una vez más el aldeano a la casa del rabino. Su rostro se veía sereno y sonriente. El rabino le dijo entonces: “Dime, ¿cómo están ahora las cosas en tu casa?”. “Maravillosamente. La casa parece haberse agrandado de repente, los niños ya no se pelean y hasta mi mujer está contenta. Y también la cabra está feliz, correteando de nuevo libremente.”
El desastre que está haciendo el Gobierno en el Indec ha adquirido dimensiones impensadas. La alteración del índice de precios de agosto de Mendoza persiguiendo un objetivo desconocido (el IPC Nacional hubiera sido 0,86 en lugar del 0,80 falseado), que sólo mentes afiebradas pudieron planificar, ha sido como poner la cabra a dormir en la habitación. El interrogante, a diferencia de ese cuento jasídico, consiste en saber si la actual o la próxima administración sacará a la cabra de la casa o le ofrecerá la cama matrimonial de la habitación para dormir.
La política económica no está integrada solamente por una serie de medidas y la capacidad de gestionar esas iniciativas. También resulta muy importante la tarea de persuasión sobre la población respecto de que ese camino es consistente. De esa manera se va generando una corriente positiva que permite desarrollar un círculo virtuoso de crecimiento, en el cual los agentes económicos quieren que no sean cambiadas las cosas que están bien y, a la vez, aspiran a que alguien se ocupe de las cosas que están mal o piensan que están mal. En forma sencilla, es lo que en los manuales se define como el manejo de “las expectativas”.
La estrategia de Kirchner con el Indec es el caso más notorio de generación de expectativas desfavorables en un contexto de fuerte crecimiento económico. La negación de la existencia de un problema –los aumentos de precios–, y para fortalecer ese comportamiento se arrasa con el instituto encargado de elaborar las estadísticas, se ha constituido en una sorprendente política autodestructiva. Y de derivaciones inquietantes, precisamente, por las expectativas que genera. Específicamente, expectativas inflacionarias al alza. Estas no abren la puerta de una hiperinflación, como desean algunos profetas del Apocalipsis, ni la de la recesión, como extrañamente advirtió Roberto Lavagna, que durante su gestión como ministro era un implacable crítico de los agoreros que anhelan el fracaso.
Se trata de expectativas inflacionarias agudizadas por la torpeza o la soberbia, que requiere de medidas para frenarlas, de pericia para implementarlas y de un ministro de Economía para explicarlas. Como en tantos otros péndulos en los que se movió la sociedad argentina, el del cargo de jefe del Palacio de Hacienda se deslizó de épocas de funcionarios todopoderosos a otra de un comportamiento ausente. La sobreponderación del ministro de Economía, que se ubicaba por encima de sus colegas del Gabinete y peleaba a la par el poder con el Presidente, era alimentada por el establishment que rotaba en ese cargo a sus hombres de confianza, experiencia que concluyó de la peor forma. Ahora se pasó al otro extremo. Primero con Felisa Miceli y ahora con Miguel Peirano. El problema de los precios es un tema de Economía. Los agentes económicos quieren y necesitan que el responsable del área se ocupe y explique, tarea que resulta imprescindible en la construcción de las “expectativas” en la sociedad. Si esa misión queda en manos de un secretario de Comercio que destruye el Indec o de un jefe de Gabinete que es un muy buen abogado, el Gobierno termina convirtiéndose en su peor enemigo.
No deja de sorprender esa estrategia porque bombardea una de las principales propuestas de la candidata oficial: el Pacto Social. Con índices de precios viciados, que dejaron de ser referencia para las decisiones económicas, resultará muy difícil definir un acuerdo entre empresas y sindicatos que desacelere las expectativas inflacionarias. Una y otra parte demandarán ajustes mayores por prevención porque no existe un ancla convalidado por la mayoría. Incluso, economistas que no están cercanos al Gobierno, pero aprueban la idea del Pacto, consideran que a diferencia de otras experiencias –la más recordada es la de 1973–, esta ocasión tiene más chances de éxito por las actuales condiciones macroeconómicas. La presencia de superávit comercial y fiscal en un trayecto de fuerte crecimiento brinda una muy buena base para ordenar la puja distributiva –de eso se trata el Pacto Social– y manejar las expectativas inflacionarias. Pero si se castiga sin pausa la credibilidad del Indec, ese proyecto se desmorona.
Pensar que el simple anuncio de que se implementará un Pacto Social frenará la remarcación de precios es poner el carro delante del caballo. Previamente se requiere de una política de convencimiento social de que existe un plan para morigerar el aumento de precios y, por supuesto, tener vocación política para reconstruir el Indec. Por ahora, en estos días, la cabra todavía sigue viviendo en la única habitación de la casa.
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