BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
El dilema de la manta corta que en economía es muy usual para abordar cuestiones difíciles se presenta hoy con vehemencia cuando se trata del problema de producción, abastecimiento y precio de los alimentos. Un día fue la carne, otro la papa, ahora es la leche y en otra ocasión serán la harina, el aceite o cualquier otro producto de la canasta básica del hogar. Frente a situaciones realmente muy complejas como las que se están desarrollando en ese mercado tan sensible, el recorrido desaconsejado es el de transitar por la improvisación o, en el peor de los casos, por la torpeza en la imprescindible intervención estatal. Si el pequeño y mediano productor y el consumidor se quejan, el primero por el precio deprimido que recibe y el otro porque tiene que destinar cada vez más de su presupuesto a comprar alimentos que siguen subiendo, algo no está funcionando bien. Y si, a la vez, la industria procesadora de la materia prima y la cadena de comercialización integrada por grandes supermercados están satisfechas con la política oficial de precios, algo no está funcionando bien.
Resulta ilustrativo el cuadro de reclamos y de elogios a la política oficial para empezar a comprender lo que está sucediendo en el mercado de alimentos, al menos como una instantánea del conflicto y primer paso para analizar la calidad de la participación del Gobierno. Luego, a partir de evaluar el estado de ánimo de cada uno de los eslabones de la cadena del circuito de producción, se abre la puerta para analizar las características particulares de ese mercado y de los agentes intervinientes en un área que seguirá complicada por muchos años más teniendo en cuenta los cambios estructurales en el consumo y en la producción mundial de alimentos.
Muchos son los factores que han alterado el funcionamiento del mercado de los alimentos, algunos de origen local y otros de raíz internacional. La veloz recuperación de los ingresos después del colapso del 2001 y el crecimiento del empleo han ejercido una presión de demanda muy fuerte sobre esos productos básicos. A la vez, la revolución industrial tardía de China y la expansión intensa de India han incorporado millones de personas al consumo. Un dato revelador de ese proceso indica que hoy en China el consumo per cápita de leche es de 25 litros por año, cuando en 1998 era de 3 y en el 2000 era de apenas 9 litros. La necesidad de leche para el mercado interno se multiplicó por ocho en diez años, siendo el gigante asiático uno de los principales productores de leche del planeta y también el mayor importador mundial.
A esa transformación extraordinaria se le suma el desarrollo de los biocombustibles, que compite por áreas de producción destinadas originariamente a alimentar a personas y no a motores. Como si ya no fueran suficientes los factores que alteran el funcionamiento del mercado de alimentos, los expertos han incorporado un nuevo elemento que se refiere al cambio climático. Señalan que el calentamiento global está provocando sequías e inundaciones imprevistas en zonas de producción, que han afectado el normal abastecimiento. En el caso de la leche mencionan que Australia, uno de los más grandes exportadores del mundo, está padeciendo una larga sequía que ha devastado su producción debido a la quema del pasto que comen las vacas. Algunos sostienen que se trata de un fenómeno temporal como parte de ciclos climáticos, en cambio otros especialistas aseguran que esa sequía es el resultado del calentamiento global y, por lo tanto, la producción láctea australiana nunca volverá a ser la misma. Aquí, las inundaciones de este año en la cuenca lechera de Santa Fe y Córdoba también tuvieron un impacto muy fuerte en la producción.
Una demanda local en constante crecimiento y una internacional en franco ascenso con una producción nacional y también de otros países lecheros que corre muy por detrás de esa explosiva evolución sólo tiene un destino: problemas de abastecimiento y de precios. Ante una situación tan compleja, la intervención estatal merece un grado de sofisticación superior a la de reducir el precio que reciben los tamberos por la leche que entregan a las usinas industriales. Ese camino se presenta fácil en primera instancia: se opera sobre el eslabón más débil y atomizado del circuito lácteo para frenar el ajuste en el precio final al consumidor. Lo cierto es que la industria como las cadenas de supermercados no bajan los precios en la misma medida que la reducción aplicada a los tamberos, manteniendo o aumentando sus márgenes de ganancias. Así se va construyendo un mercado concentrado en la distribución y comercialización, dinámica que es alentada entonces por la intervención estatal. También se favorece así la concentración de la producción en poderosos grupos de inversión vinculados con el campo, que debido a su organización en gran escala le permite un manejo más flexible con los precios. Esos grandes productores van incorporando los activos de tamberos desalentados por la carencia de una estrategia específica y de protección para ellos, pese a que el negocio es rentable y con perspectivas muy alentadoras.
La leche se ha convertido en el oro blanco de los commodities. Para el quinquenio 2001/2006 la producción mundial de leche de vaca creció a un ritmo del 1,6 por ciento anual en promedio, mientras que el crecimiento demográfico de la población del planeta progresó a una media del 1,2 por ciento anual. En el 2001 el consumo per cápita mundial se ubicaba en los 80,8 litros al año y en 2006 había subido a 83,6 litros. Al comenzar el 2007 las empresas lácteas argentinas exportaron a 2200 dólares la tonelada de leche en polvo, en febrero la cotización ya había subido a 3000 dólares y en abril alcanzó el máximo de 3300. En Australia y Nueva Zelanda por abastecer mercados más sofisticados, Estados Unidos y Europa, la tonelada llegó a ubicarse a más de 4100 dólares.
En ese panorama favorable de precios y problemático de escasez de producción, los expertos mundiales del mercado lácteo destacan que países como Argentina se deberían convertir en grandes usinas de abastecimiento de leche para el mercado mundial. Frente a ese contexto extraordinario, de necesidad de aumentar considerablemente la producción, castigar a los más débiles, a los pequeños y medianos tamberos, para beneficiar a unos pocos (grandes productores, industria y cadenas de comercialización) sólo refleja torpeza e impericia de la intervención estatal.
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