Dom 24.11.2002
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BUENA MONEDA

Golpe de efecto

› Por Alfredo Zaiat

Las fotos son desgarradoras. Pero son, simplemente, instantáneas que movilizan conciencias, sensibilidad bien aprovechada por medios de comunicación que encontraron otra veta para explotar en esa guerra por el rating. Los pobres paupérrimos son el tema de moda también de los grandes medios gráficos, cuestión que pasará al archivo cuando el consumidor pasivo de noticias sea saturado por la tragedia de la desnutrición. Así fue con la ola de violencia, los secuestros express, el corralito, el caso Grassi. La hipocresía más repugnante se manifiesta en repentinas voces de alarma e indignación por la muerte de niños por no acceder al mínimo de ingestión de alimentos. Las fotos de esos huesos cubiertos de piel provocan bronca. Pero esas imágenes no explican nada, sino que logran un golpe de efecto sensibilizador, que tiene su importancia pero lo relevante pasa por otro lado. La clave es detenerse en la película. Cuando se analiza el desarrollo de ese film del hambre, guión que se viene escribiendo desde hace varios años, la foto adquiere otros colores. Puede haber varias interpretaciones de por qué existe hambre en un país que produce alimentos para diez veces su población. Corrupción, mala asignación de recursos, negligencia comunitaria o cualquier otra razón. Pero la raíz de ese deterioro dramático se encuentra en la pésima distribución del ingreso. O sea, el sector con más recursos ha estado acumulando cada vez más riquezas y el de desprotegidos cada vez más miserias.
Ese reparto del ingreso no es fruto de un designio divino, sino de un modelo de desarrollo económico que favoreció la concentración de riquezas en pocas manos. Las estadísticas son tan contundentes como las de desnutrición infantil, pero no reúnen tanta convocatoria como la de una foto de un niño muriéndose de hambre. La diferencia de ingresos entre el 10 por ciento más rico de la población y el 10 por ciento más pobre es la peor de la historia. La actual brecha es de 34 veces, cuando en 1975, antes de la inauguración del modelo basado en la valorización financiera sobre la del desarrollo industrial, era de 8. Durante la década del 80 esa diferencia era de 14 veces, trepando a 24 al final del gobierno de Carlos Menem y a 28 en la administración de Fernando de la Rúa. Todavía más interesante es cuantificar en dinero qué significó esa disparidad en la evolución de los dos extremos de la pirámide de ingresos. La transferencia de riquezas que implicó ese proceso fue de 27.400 millones de dólares por año de la base a la cúspide de la piramide. Es decir, que la bonanza creciente de los integrantes de una elite es la contracara de la escasez de los indigentes.
Sólo en esta Argentina dada vuelta los ganadores de ese modelo de exclusión pueden impulsar, ciertamente con éxito, la iniciativa de convertir en ley la obligación de dar de comer a todos los niños pobres (“El hambre más urgente”). Más allá de las buenas intenciones del promotor de ese proyecto, varios de sus adherentes y difusores son defensores militantes de ese esquema económico generador de ruinas para la mayoría, además de admiradores de la década menemista.
Ese loable plan de asistencia a los más desprotegidos no responde a un aspecto sustancial: cómo se financia ese programa de distribución de alimentos, puesto que decir que el dinero sale de la reasignación de partidas presupuestarias es de una simplicidad grotesca. ¿A quién se le retirarán fondos para acercar recursos a ese plan? Mucho margen no hay en un Presupuesto con un gasto acotado, aunque puede ser más eficiente. Resulta evidente que es más fácil dejar la pelota picando en el campo de la asignación de ingresos dentro de la estructura del Estado, en lugar de asumir la necesidad de avanzar en una estrategia de redistribución de riquezas, por ejemplo, a través de una sencilla política tributaria: que los sectores de mayor capacidad contributiva paguen impuestos en función de sus fortunas.

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