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La fruta prohibida
› Por Alfredo Zaiat
La tentación vence al miedo, afirman los banqueros. Si bien pocas cosas se pueden creer de lo que dicen los hombres que manejan el dinero ajeno, en este ocasión tienen razón. O, en todo caso, esa máxima se cumple con el ahorrista argentino. Y así fue a partir de la última mitad del año pasado, cuando atractivas tasas de interés (la tentación) empezaron a quebrar la resistencia (el miedo) a depositar en el sistema. Los bancos que retenían el dinero atrapado en el corralito eran los mismos que recibían nuevas colocaciones. Con tanta cacerola y marchas de protestas, una aproximación superficial a ese comportamiento indicaría que la gente había enloquecido. En realidad, aunque muchos lo consideren una burla, el regreso a los bancos tiene mucha más racionalidad de lo que se piensa con los sentimientos. Y no tiene nada que ver con una patología masoquista ni con la representación de un amante que insiste ser correspondido pese al engaño del hombre/mujer deseado/a.
El dinero que se deposita en el circuito bancario tiene como finalidad el ahorro, pretendiendo una renta por la inmovilización de esos fondos, y también busca un lugar que, en teoría, es seguro ante el riesgo de robos. Entonces, superado el shock de la salida traumática de la convertibilidad, con un dólar adormecido por el control de capitales, y la histeria social por el crecimiento de la delincuencia, los bancos empezaron a recuperar depósitos ofreciendo elevadas tasas de interés. De ese modo, dejando de lado interpretaciones sociológicas o psicológicas sobre el comportamiento de los ahorristas, las entidades empezaron a registrar un crecimiento constante de colocaciones a plazo.
Esa actitud a nivel general explica una parte de la historia, como la escasa desprogramación de Cedros o los nuevos depósitos que se constituyen con el dinero recuperado por amparos. A la vez, a nivel particular, la poca predisposición de algunos ahorristas a aprovechar la posibilidad de sacar los pesos del corralón tiene su origen en que esperan la redolarización o un fallo favorable del amparo presentado en la Justicia.
Si bien el corralito ha sido la estafa a los ahorristas más grande de la historia del sistema financiero local, la relación con los bancos desde 1976 hasta la fecha es una secuencia continuada de defraudaciones. Para entender, no justificar, lo que ha sucedido resulta ineludible remontarse a la reforma financiera instrumentada en 1977 por Alfredo Martínez de Hoz. A partir de la liberalización del mercado bancario se generalizaron los fraudes, quiebras y confiscaciones. El sistema financiero no fue siempre así, aunque muchos no lo recuerden o no quieran acordarse.
La bicicleta y los descalabros de bancos son parte insustituible de ese modelo de apertura e insuficiente regulación pública en un sector tan sensible como el financiero. Una enumeración de los casos más resonantes de desmoronamiento de entidades revela la persistencia de violación a la confianza del ahorrista, aunque no hay que olvidarse de que ese inversor había caído en la tentación de elevadas tasas de interés. La quiebra de los bancos Los Andes y BIR al estallar la tablita de Martínez de Hoz y luego el cierre del Alas y la caída del Hogar Obrero durante la década del ‘80; el entonces ministro de Economía, Antonio Erman González, con Domingo Cavallo como el impulsor intelectual, confiscó plazos fijos con el Plan Bonex. A mediados de los ‘90, el efecto Tequila arrasó con varios bancos y un par de años después se produjo el estrepitoso fracaso de los bancos Patricios y Mayo. Finalmente, el caos fue total con la instauración del corralito.
Pese a que ciertos especialistas y funcionarios piensan que por el aumento de depósitos ha comenzado la reconstrucción del sistema, éste seguirá incubando una nueva crisis en su interior si no se modifican las reglas de funcionamiento del negocio de los bancos. Hoy, frente a las tentaciones, sólo hay que saberlo.