Dom 20.04.2003
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BUENA MONEDA

¿Cómo y cuándo?

› Por Alfredo Zaiat

Cuándo resulta oportuno protestar, hacer una huelga, cortar un puente o marchar por las principales arterias de la Capital? ¿Cómo se deberían organizar los reclamos para no perjudicar a personas ajenas al conflicto, que terminan siendo afectadas por esas vías de expresar justas reivindicaciones? Algunas opciones para no incomodar a sectores sensibles podrían ser interrumpir los accesos a la ciudad a la madrugada; recorrer con pancartas y banderas el trayecto Casa Rosada-Congreso el domingo a la tarde; paralizar trenes o aviones en el horario donde no hay frecuencias. Tampoco se debería descartar impulsar un paro los días de francos o durante las vacaciones de los trabajadores. “No tienen que ser oportunistas”, dicen aquellos que cuestionan la protesta del fin de semana largo por Semana Santa de los trabajadores de LAPA o de los choferes de media y larga distancia. “Deberían ser creativos”, aconsejan otros desde un progresismo desteñido, aunque no proponen la agencia de marketing que acercaría ideas modernas de expresión de quejas. Sin embargo, más allá de las buenas o malas intenciones de quienes levantan el dedo criticando esas protestas, hasta ahora no se han revelado otras estrategias efectivas para canalizar exigencias de mejoras de salarios, de evitar despidos o de aspirar a estar incluido en el sistema de las tradicionales que tanto molestan.
No hay dudas de que quedar en el medio de un embotellamiento, padecer demoras que parecen eternas o no poder viajar al lugar de trabajo o a descansar a la costa provoca fastidio y mucha bronca. Pero la irritación, lógica y previsible, debería dejar paso, luego del momento de ofuscación, a la reflexión y comprensión.
Argentina ha padecido un estallido social, bomba que fue cargada durante prolongados diez años de convertibilidad. Ignorar ese proceso y desenlace porque el dólar estable anestesió conciencias y provocó alivio implica desviar la mira. Víctimas de la destrucción económica, incluso cuando pueden ser merecedores de observaciones sobre su accionar político o clientelista, no deberían ser colocados en el espacio de enemigos del orden y la tranquilidad. En realidad, la violencia que le critican por afectar derechos de otros, por caso a los piqueteros por los cortes o sus marchas diarias, es hija de la violencia de un modelo de exclusión.
Se presenta con una tintura mezquina el reclamo a los que tienen poco y nada para que piensen en aquellos que poseen algo y recuerdos de haber tenido mucho. Durante los primeros meses de ebullición de cacerolas se registraba una sorprendente confluencia entre sectores medios pauperizados y caídos del mapa. Había una legitimación de la protesta ante el tornado de una crisis que parecería que no dejaba a casi nadie en pie. A medida que ciertos conflictos se fueron diluyendo en intensidad, como el de los ahorristas acorralados, o se fue consolidando la recuperación de la actividad, que mejoró la situación relativa de ciertos comercios e industrias, empezó una lenta pero constante desacreditación de la exteriorización de la bronca social.
Sólo en ese nuevo escenario deja de sorprender la aceptación por parte de una porción de la sociedad del discurso de candidatos, como los de Carlos Menem o Ricardo López Murphy, de reprimir la protesta social, cuya manifestación más emblemática son los piqueteros en sus diferentes versiones. Ese renovado consenso tiene su amplificación en varios medios de comunicación, ensanchando así esa brecha entre sectores medios y bajos.
Mientras tanto, los núcleos de privilegio siguen gozando de beneficios como si Argentina no se hubiera convertido en un país de pobres. El nivel de descomposición de los lazos sociales en una comunidad fragmentada facilita el regreso de muertos vivos. Retorno festejado por esa minoría privilegiada, que cuenta con la complicidad necia de aquellos que supieron ser y ahora tienen la esperanza de volver a una fantasía con los costos que se conocen. No es fácil reprimir ese deseo, pero qué triste resulta ese espectáculo.

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