Dom 14.09.2003
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BUENA MONEDA

Lenguaje del acreedor

› Por Alfredo Zaiat

Reinstalar a la Argentina en el mundo”. “Gobernantes irresponsables”. “Incomprensible demora en definir el ajuste de tarifas”. “Argentina tiene que pagar”. “El compromiso fiscal no alcanza para presentar un plan consistente a los acreedores en default”. Estas y otras frases fueron manifestadas por periodistas y economistas en las dos últimas semanas de tensa negociación con el FMI. Esos profesionales no viven en ninguna de las capitales de las potencias económicas sino que su morada la tienen en Buenos Aires. No deja de sorprender, entonces, la utilización del lenguaje del acreedor por parte de personas inteligentes. A menos que se otorgue crédito a aquellos que prefieren definirlos como “idiotas útiles” y otros, con más años en sus espaldas, como “cipayos”. Sin embargo, resulta agresivo y hasta cierto punto injusto ponerlos en esa categoría. Más bien, ellos saben porque son gente culta y leída que la historia es un poco diferente a la mirada que tiene el acreedor. Lo que sucede es que, en concreto, responden a una característica muy propia de lo que algunos definen como burguesía nacional o, mejor dicho, la clase rentística nacional, que recorre desde la punta de la pirámide de ingresos hasta los estratos medios, que tiene su mirada y también sus capitales fuera de la frontera. Así cuando defienden los intereses de los acreedores, en realidad, se están refiriendo a las preocupaciones de holgados bolsillo de esa minoría de argentinos cuyo deporte fue y es la fuga de capitales. Ellos son los principales dueños de los títulos de deuda en default y también en situación normal. Por lo tanto, el “necesario” acuerdo con el FMI y el “imprescindible” ajuste de las cuentas para elevar el superávit fiscal resulta para ellos ineludible para tranquilizar a esas fieras, entre otras no menos bravas.
El Fondo Monetario actúa de ese modo como el auditor por excelencia para esos acreedores, con la particularidad de ser externos, pero locales a la vez. Esta es una de las formas de comprender la omnipresencia del FMI en la vida cotidiana de los argentinos, lugar privilegiado que ese organismo no tiene en ninguno otro de los países con elevado endeudamiento. Ahora bien, establecido ese rol central en la perversa dinámica de funcionamiento de la economía argentina se puede empezar a evaluar ciertos aspectos del reciente acuerdo con el FMI. A esta altura, dada la desastrosa experiencia reciente y pasada y la brindada por personajes que conocen la cocina de los organismos multilaterales, como el Premio Nobel Joseph Stiglitz, es preferible no estar vinculado a las condicionalidades y recetas del Fondo. Pero caídos en la trama de la mentira, que sin acuerdo, se precipitará el caos de las siete plagas, como si ellas no se hubiesen presentado en estos años con el FMI de garante, se avanzó en un nuevo capítulo de esta historia de fijar absurdas metas fiscales y monetarias.
El programa de tres años cerrado por el Gobierno con el Fondo es presentado como el resultado de una negociación que tuvo como derrotada a la tecnoburocracia de Washington. Y eso es cierto en el capítulo referido a las denominadas “reformas estructurales”, como la privatización de la banca pública, la exigencia de un cronograma de aumento de las tarifas de las privatizadas, el compromiso de aplicar compensaciones a los bancos por el pago de los amparos judiciales a ahorristas del corralito. Esas exigencias quedaron sin explicitarse en el acuerdo. En cambio, no es tan contundente la paliza en el corazón del FMI cuando se abordan los objetivos fiscales y monetarios. Se asegura, con razón, que los del Fondo exigían un excedente de recursos equivalente al 4 por ciento del Producto para el 2004 con sendero ascendente para los dos años siguientes, y que la dupla Kirchner-Lavagna se plantaron, con éxito, en 3 para el primer año y una cifra indefinida para más adelante. Lo que sucede es que calificar una negociación con final feliz porque se abortó la intención de un hiperajuste salvaje para quedarse con un fuerte ajuste es de una autoindulgencia que confunde. Haber obtenido grados de flexibilidad en los márgenes dentro de la lógica del ajuste no implica haber saltado los criterios básicos que predominaron en los ‘90. Ha sido una virtud de Lavagna, sin duda, haber sabido leer primero con Eduardo Duhalde y ahora con Néstor Kirchner que, ante el desprestigio del FMI por las crisis sucesivas de la última mitad de la década del ‘90, podía ampliar los estrechos límites de las recetas tradicionales de ese organismo rebautizado Fracasos Múltiples Internacionales.
En esa línea, se presenta una interesante oportunidad para debatir el paradigma fiscal de los ‘90, no abandonado en el reciente acuerdo, que demoniza el déficit de las cuentas públicas. Los países centrales recetan hoy políticas de expansión fiscal con el propósito de eludir la depresión. Las están practicando de modo exagerada Estados Unidos, cuyo déficit se ubica cerca del 4 por ciento del Producto, y también Francia que es felicitada por no cumplir con las restricciones de Maastrich en su intento por eludir una crisis en el nivel de actividad y el empleo en Europa. En cambio, la receta que se recomienda para la Argentina sigue siendo la de una política fiscal contractiva pese a las secuelas de una depresión histórica.

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