EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
No
es lo mismo
Ya Platón, cinco siglos antes de Cristo, se dio cuenta de que los productos
no pueden cambiarse directamente entre sí, porque sólo por casualidad
coinciden en cantidad y tiempo las necesidades y la producción de los
mismos. Suponía una pequeña ciudad integrada por un agricultor,
un tejedor y un albañil, productores de cereal, ropa y viviendas, respectivamente.
El agricultor obtenía cereal una vez al año, pero la necesidad
de pan se presentaba todos los días. Y así con los demás
productos. La solución era, claro, adoptar un bien intermediario de los
cambios, reconocido por todos, es decir, el dinero. Sin dinero, el intercambio
entre varios participantes se vuelve dificultoso o imposible. Hace menos de
un siglo ocurrió ese caso: la crisis de la Bolsa de valores de Wall Street,
en octubre de 1929, si no fue la causa, sí fue el detonador de la crisis
económica mundial de la primera mitad de la década de 1930. Uno
de los efectos de la Gran Depresión fue la espectacular reducción
del comercio multilateral y su reemplazo por tratados o acuerdos bilaterales.
Esta tendencia se incrementó con el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
En julio de 1944, cuando se avizoraba la derrota del enorme ejército
nazifascista, se comenzó a preparar el terreno para el día después,
que se suponía estaría dominado por los EE.UU. Ese país
convocó a una reunión de 44 naciones en Bretton Woods. Allí
se discutieron propuestas para reconstruir el intercambio bilateral: la de EE.UU.
o Plan White, con el dólar como moneda internacional; y la de Inglaterra,
o Plan Keynes, que proponía crear una moneda artificial llamada bancor.
Triunfó, claro, el Plan White, que se concretó en el Fondo Monetario
Internacional (FMI), cuya sede se estableció en Washington y cuyos funcionarios
son -norteamericanos o no– provistos por graduados de universidades de
EE.UU. Perón, quejoso por no recibir ayuda de EE.UU., rehusó entrar
al FMI. Caído Perón, se entró al FMI en 1957. El país
vio sucesivos “planes de estabilización”. El único
gobierno que rechazó la “ayuda” del FMI fue el del Dr. Arturo
Illia. Con los años, el FMI fue dejando su papel de “aceitador”
del intercambio y pasó a cumplir el de garante de las inversiones de
cartera, es decir, el capital financiero puramente especulativo. La pregunta
es si tiene sentido para nuestra sociedad seguir en un ente que engorda a los
obesos y enflaquece a los desnutridos.
Naturaleza
de la cosa
En los turbulentos días que corren, el papel tradicionalmente atribuido
a Dios parece haberlo asumido la Economía. Si el dispensar los mayores
bienes y las peores calamidades era facultad divina para nuestros predecesores,
ahora parece serlo de la “ciencia lúgubre” (dismal science),
en el decir de Carlyle. Si antes se decía “Dios da y Dios quita”,
ahora es la Economía la que da o quita. La Economía da empleo,
actividad general, estabilidad monetaria, posibilidad de buena salud y educación.
Y también quita todo eso. O, peor aun, suele quitárselo a quienes
lo poseen en poca medida y dárselo a quienes tienen tanto que no necesitan
recibir más. No es, por tanto, ocioso preguntarnos qué cosa es
ésta de la Economía. Vale decir: ¿cuál es la naturaleza
de la ciencia económica? Es imposible hallar una única respuesta,
pero elijamos una. Vale la pena oír aquélla en la que creyó
la Universidad de Cambridge, uno de los centros de ciencia económica
más creativos y prestigiosos del mundo, donde enseñaron maestros
como Alfred Marshall, Arthur C. Pigou, D.H. Robertson, J.M. Keynes, M. Dobb
y J. Robinson. En su clase inaugural en Cambridge (1885), declaró Marshall:
“La doctrina económica no es un cuerpo de concretas verdades sino
una máquina para el descubrimiento de la verdad concreta. Similar a,
digamos, la teoría de la mecánica”. Descubrir la verdad
es como viajar de la oscuridad o la ignorancia al conocimiento cabal, y la Economía
hace posible ese viaje; sería, por así decirlo, como un avión
que hace posibleun viaje. Pero un avión no es verdadero o falso sino
un artefacto que funciona bien o mal dentro de ciertos márgenes precisos.
No es un conjunto de verdades sino un conjunto de instrumentos. J.M. Keynes,
alumno y continuador de Marshall, se expresó en igual sentido en 1922:
“La teoría de la economía no suministra un cuerpo de conclusiones
firmes, aplicables ya mismo a la política. Más que una doctrina
es un método, un aparato de la mente, una técnica de pensar, que
ayuda a quien la posee a extraer conclusiones correctas”. Así,
el poder de segar vidas humanas no está en el cañón, la
guillotina o la silla eléctrica sino en la persona que maneja tales aparatos;
o mejor, en quien determina que tales aparatos se usen contra vidas humanas,
y contra cuáles. Es claro que el resultado no sólo depende de
la pericia en usar instrumentos sino de los valores que informan al usuario.
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