EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Entre algunos pueblos antiguos, como los de Mesopotamia, existieron códigos morales, con mandamientos precursores de las Tablas de la Ley o Decálogo. La Economía, por su parte, tuvo cierto componente moral o ético en la Antigüedad y Edad Media, pero los estados nacionales tendieron a gobernarse por intereses y no por deberes. En 1890 el padre de Maynard Keynes, Neville Keynes, distinguió entre economía del “ser” o economía positiva, y economía del “deber ser” o normativa, pero ahí quedó la cosa. Un poco antes que N. Keynes, el profesor de Economía Política de la UBA, Emilio Lamarca, escribió en 1880 un extenso trabajo sobre “El Decálogo y la ciencia económica”, que treinta años después reprodujo Alejandro E. Bunge en su Revista de Economía Argentina. Y la presente nota pudo titularse “El segundo mandamiento y la política”, y referirse a las promesas incumplidas, ocultamientos y engaños varios de que ha sido objeto la ciudadanía. Pero el día invita a tratar de una mentira especial y, lo que es más denigrante, característica de la Argentina: la simulación de trabajo a fin de percibir un salario. El que en ello incurre se llama “ñoqui”, que así define el Diccionario de la Academia Española: “Argentina. Empleado público que asiste al lugar de trabajo sólo en fecha de cobro”. Pues bien, en el cálculo de empleo se considera que están ocupados los perceptores de planes de Jefas y Jefes de Hogar, y otros similares, que se perciben precisamente por no tener otra fuente de ingresos. Si las sumas respectivas se consideran como salarios, el empleador no es otro que el Estado que las paga, y si ese “salario” se considera una retribución por algún tipo de acción o inacción (por ejemplo, no salir a robar para comer), entonces los perceptores, sin duda posible, son empleados públicos, a quienes se les ve el pelo sólo el día en el que se presentan a cobrar sus “planes”. Son, sin duda posible, ñoquis. No vamos a cuestionar si es justo ser ayudado por la sociedad. Sí al hecho de considerarlos incluidos en la masa de trabajadores ocupados. Porque ese truco reduce sensiblemente la tasa de desempleo. Y se sabe que con una alta tasa de desempleo, como la actual, un alza salarial no genera inflación, y con una tasa nula un alza salarial sólo crea suba de precios. La mentira de los ñoquis resulta, pues, muy funcional a la idea de no otorgar aumentos salariales porque ello provocaría inflación.
El menosprecio a la posibilidad de incrementos salariales, manifestado sin ambages por el ministro, me obliga a un comentario, ya que hemos compartido la misma educación universitaria y no es posible alegar “Ah, eso yo no lo sabía o no me lo enseñaron”. Los incrementos salariales se otorgan en términos nominales, es decir, en moneda corriente. Significan que al bolsillo del trabajador entran más billetes que antes. Pero ello no implica que el trabajador y su familia puedan comer más, o vestirse mejor o residir en una vivienda más cómoda. Qué cosa signifiquen depende de cómo evolucionan los precios: si estos últimos se cuadruplican y a mí me suben el salario al doble, ello no supone que yo viva el doble mejor, sino al contrario, que sólo alcanzo la mitad de mi bienestar precedente. Si uno fuera hecho de material sintético, tal vez podría seguir funcionando con la mitad del consumo. Pero está ampliamente demostrado, al menos hasta donde llegan los más antiguos registros históricos, que el tamaño del estómago humano no ha variado a lo largo de los siglos, y que las necesidades básicas son alimento, indumentaria y vivienda. ¿Acaso el ministro come la mitad que hace tres décadas, o tiene la mitad de ropa, o una casa la mitad de amplia? Incrementar los salarios en igual medida que suben los precios lo único que hace es dejar a los diversos consumos en el mismo nivel. Incrementarlos menos, o nada –como quiere el ministro– es una reducción del salario que cuenta para el trabajador, es decir, cuánto alimento, ropa y vivienda suministra a su familia. Medir la suba o baja de salarios por su expresión nominal es “ilusión monetaria”, y el ministro recordará que una pregunta habitual en la clase de Dinero, Crédito y Bancos era si en la Argentina había ilusión monetaria. La respuesta correcta era no, obviamente. Otra cosa que aprendíamos es que no son comparables dos agregados cuyas componentes varían en términos relativos. En los años setenta teníamos petróleo propio, ferrocarriles públicos, abundancia de gas natural, derecho laboral, menos deuda externa, menos pobreza, menos niños muertos por desnutrición, menos droga, 30.000 almas aún no segadas por el odio, y ... para qué seguir. Si el señor ministro estima que aquello era despilfarro y caos, y lo de hoy racionalidad y orden, bueno, cada cual puede pensar como desee. Pero nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
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