EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Sí, señor. Yo también cumplí con la obligación de todo economista de visitar Escocia una vez en la vida, como también cumplo diariamente elevando mis preces en dirección a Kirkcaldy. De paso cañazo, probé la eficacia del consejo de Descartes de visitar tierras extrañas. Sin embargo, no vi cosas muy asombrosas, acaso detalles en la ropa o las costumbres. La gente tiene dos ojos y cuatro extremidades, igual que acá; los autos tienen cuatro ruedas, etc. Son algo más corpulentos –no bajan de 1,90–, muy robustos y algo obesos, tanto hombres como mujeres. Ellas parecen tener como canon de belleza 180-120-180. Y así son sus bebés: rubios, de cachetes sonrosados, siempre mascan algo y nunca lloran. Pienso que Galbraith se inspiró en los bebés escoceses para idear su “clase satisfecha”. La mayoría de los hombres viste de negro y rapa su poco pelo. La diferencia, si la hay, se nota en lo público y comunitario. No vi autos o utilitarios de mayor antigüedad que un año. Todos caminan sin hacer ruido. A ninguno le falta patente, amarilla, con letras negras y de gran longitud, pues usan un triple juego de identificación, por ej. SL 02 AKO. No tienen el mismo sentido del humor que nosotros, y no se les ocurre jugar al “¿qué dirá?”, raspando una letrita de la patente, tapándola con un plástico opaco o desfigurándola a martillazos. Llegar al aeropuerto y estacionar el auto no pone a nadie apurado o nervioso: el aeropuerto de Edimburgo es chiquito, como Ezeiza, pero a la distancia de un cruce de calle se ha erigido una playa de estacionamiento de media hectárea, con seis plantas superpuestas. Si uno quiere ir a una localidad de pequeña o mediana importancia, Birmingham, Liverpool, Southampton, Exeter, Norwich o Belfast, no se encuentra con que la comunicación aérea no existe o se ha suprimido, sino que puede hacerlo al irrisorio precio de entre 19 y 25 libras, por la línea aérea escocesa de bajas tarifas. En la universidad y en todo lugar público, cada cinco metros, aproximadamente, un cartel elevado (siempre el mismo, imposible no reconocerlo), indica una salida de emergencia. Pienso que si aquí pusieran métodos e inspectores escoceses en los lugares públicos, lo de Cromañón hubiera sido algo imposible. En Kirkcaldy ya no queda ni la casa de Adam Smith. Sus restos descansan en Edimburgo. Pero la simpatía hacia el otro que él predicó sigue perfumando el aire. Casas más, casas menos.
El domingo pasado en Stirling (Escocia) estuve con Antoin Murphy y con Anthony Brewer, profesores en las universidades de Dublín y Bristol, respectivamente, y además autores de los dos principales libros sobre Richard Cantillon, el autor de vida más azarosa y muerte más misteriosa de la historia del pensamiento económico, de cuya Naturaleza del comercio en general, publicada en mayo-junio de 1755, se cumplen precisamente ahora 250 años. Murphy es investigador de archivos, especialmente franceses, y también ha profundizado en la vida e ideas de John Law. En tanto Brewer es profesor de economía y prefiere ver en Cantillon las categorías de su pensamiento y expresar su interrelación en términos de un modelo económico formal. El episodio más oscuro en la vida de Cantillon fue su muerte. Nacido en Irlanda tal vez en la década de 1680, se fue –como diría el tango– “con un par de alpargatas y pilchas indecentes” a París y allí conoció qué era calzar zapatos y tomó la nacionalidad francesa. Su gran inteligencia lo hizo prosperar como banquero y llegó a ser socio de John Law, ministro de Finanzas de Luis XV. En diciembre de 1720 colapsó el esquema de Law y éste debió huir de París hacia Bélgica, tan rápido como permitían los transportes de entonces (aún no se había inventado el helicóptero). Cantillon fue al interior de Francia un tiempo y luego escapó a Londres, adonde, en 1734, su casa ardió. Se creyó que Cantillon había muerto en el incendio, pero el cadáver hallado no era de él. Poco después llegaba a Surinam (Guayana holandesa) un misterioso “caballero de Louvigny”, con muchos documentos de Cantillon, gran cantidad de dinero y efectos valiosos. Se ordenó aprehenderle, pero aquél se hizo humo. El libro de Cantillon se publicó en Francia, un año antes del primer artículo de Quesnay en la Enciclopedia, y tres años antes de imprimir Quesnay su primera versión (1758) del Cuadro económico, por lo que se le considera precursor de la fisiocracia. El libro incluye un estudio del excedente económico, su distribución entre propietarios y habitantes urbanos y rurales. Fue un precursor del análisis espacial, al incluir en la formación de precios el elemento distancia respecto de la ciudad, y al proponer pautas de localización de actividades como las manufacturas de paños y otros textiles, y las de artículos metálicos, atendiendo a la reducción de costos de transporte.
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