EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
El contador tiene sobre el economista una ventaja definitiva. Aquél maneja cifras del pasado, y por lo tanto exactas. La carrera de contador bien podría figurar entre las Ciencias Exactas. El segundo, en cambio, maneja cifras futuras, y por tanto estimadas e inciertas, de posible cumplimiento pero sin ninguna seguridad. Y el pasado no es base segura para predecir el futuro. ¿De qué sirve conocer la magnitud del PIB o del IPC en 2004? Puede servir para la historia económica, pero nada asegura que las magnitudes se repitan o que cambien en una cifra determinable de antemano. El pasado no reaparece en el presente. Existió un Churchill, es cierto, pero no lo volveremos a ver paseándose con su cigarro habano y su bastón. Y menos mal, pues también estaríamos sujetos a la reaparición de otros personajes nefastos de su tiempo. ¿Quién predijo el acto terrorista de Londres, esta misma semana? Y sin embargo, con él cayeron por tierra todas las predicciones sobre cotizaciones bursátiles, tasas de interés y comercio internacional. Como la incertidumbre provoca angustia, un modo de salir de ella es recurrir a lo sobrenatural, creer en los gurúes y en la capacidad de mostrar el futuro de las bolas de cristal. Pero esta semana esas bolas crujieron, después de predecir 0,5 por ciento de suba general de precios en el mes, y resultar 0,9. Un objeto rígido como una bola de cristal no resiste una expansión de 0,9 / 0,5 - 1 = 80 por ciento. Naturalmente, estalla. ¿Qué fiabilidad, entonces, debemos depositar en los pronósticos del PIB o del nivel de precios que publican los organismos encargados de ello? Poca o ninguna. Mientras dichos organismos aseguran que hay gran variabilidad de las magnitudes económicas –y entre ellas está el gasto de las familias– se mide el indicador de precios minoristas empleando ponderaciones absolutamente fijas, que resultan de medir alguna vez en el pasado, incluso antes de la crisis, la proporción en que gastan las familias sus ingresos: se pronostica una cifra para este país con datos censales de otro país que ya no es más. Por otra parte, el ente PIB no existe en ningún mercado: tal magnitud se construye agregando toda la producción nueva de un período, es decir, cemento, tomates, educación, etc. Para sumar bienes heterogéneos, debe multiplicarse cada uno por su precio. ¿Y cómo confiar en este método si no podemos confiar en como se miden los precios?
Por razones obvias, ha reaparecido el tema de la dependencia, entendida como la sujeción de un país a otros. ¿De dónde viene el concepto, que parece acompañar a la economía desde tiempo considerable? Usó la expresión dependencia el célebre economista alemán Philipp von Hornigk de fines del siglo XVII, al servicio del gobierno austríaco, autor de una obra titulada como el himno alemán: Austria por sobre todas, con sólo proponérselo (1684). Allí dice: “La fuerza y señorío de un país radican en su abundancia de oro, plata y otras especies necesarias o convenientes para su subsistencia, provenientes dentro de lo posible de sus propios recursos, sin incurrir en dependencia de otros países”. Las Lecciones de Comercio (1765), de Antonio Genovesi, texto con el cual estudió economía Belgrano, también usó el concepto: “La primera máxima de economía civil que tienen todos los soberanos es, que la nación a la que presiden dependa lo menos que se pueda de las otras, en todo lo que pertenece a la vida natural y civil, y que deba lo menos posible a las mismas”. Belgrano no podía pasar por alto el tema, precisamente en 1810, y en su obra Comercio escribió: “La riqueza real de un Estado es el más grande grado de independencia en que está de los otros para sus necesidades”. El Congreso de Tucumán, del 9 de julio de 1816, proclamó la independencia respecto “de los reyes de España y de su metrópoli”. Sin embargo, desde las invasiones inglesas en 1806 y la introducción de manufacturas británicas a partir de 1809, era claro de dónde podía provenir una nueva dependencia política y económica. Ya en 1815, apenas un año antes, Alvear había ofrecido como colonia el Río de la Plata a Inglaterra. Por todo lo cual, apenas diez días después, el diputado Medrano requirió una sesión secreta para añadir a la cláusula anterior “... y de toda otra dominación extranjera”. Se aceptó el agregado, con molestia de algunos. Sin embargo, lo escrito en el papel no tardó en cambiarse en los hechos, a partir del escandaloso empréstito tomado con la casa Baring de Londres. Lejos de disminuir, la dependencia continuó, al convertirse Londres en centro financiero mundial y colocarse en esa plaza los empréstitos argentinos emitidos para tender ferrocarriles, construir obras de salubridad, etc. Y siguió en el siglo XX en su primera mitad, cuando hablar de “industrializar el país” era poco menos que una blasfemia.
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