EL BAúL DE MANUEL › EL BAUL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Invertir es, para la economía y los economistas, incrementar los bienes de producción existentes. Lo cual parece sencillo y no lo es. Hay, primero, un obstáculo cultural: antes que la inversión aparezca, se necesita que el segmento de la población que percibe ingresos superiores a su consumo indispensable, en lugar de dedicar el ingreso no indispensable a adquirir autos 0 km importados para matar de envidia a su vecino, inyectarse siliconas para lucir mejor, hacerse piercings en distintos lugares del cuerpo, u otros gastos igualmente suntuarios, preste esos fondos a intermediarios financieros que los hagan llegar a las unidades productivas para adquirir nuevos bienes de capital. Si ello se concreta, todavía no alcanza para que exista inversión o acumulación de capital: primero, los bienes que se produzcan con los nuevos equipos y maquinarias deberán ser demandados, ya sea por el mercado interno o el externo; y segundo, como el capital existente continuamente se deprecia (disminuye su valor) a raíz del desgaste natural, para mantener el mismo capital, primero deben crearse nuevos bienes de capital en una magnitud equivalente a la depreciación. Para incrementar el capital, pues, es necesario crear nuevos bienes de producción por encima del ritmo de depreciación. La “mano de obra”, a pesar de su nombre, no produce con las manos, sino con la ayuda de bienes de producción, y más empleo requiere más bienes de capital: una pala permite trabajar a un hombre; para que trabajen dos, se necesitan dos palas. Si en un momento dado el capital del país (K) da empleo a N habitantes, y no alcanza a dar empleo a cierto número de trabajadores redundantes, es evidente que la magnitud de K debe incrementarse. El caso es peor aún cuando el número de trabajadores redundantes va en aumento, por causas económicas o por el mero crecimiento vegetativo. Entonces K no sólo debe aumentar, sino hacerlo a mayor ritmo que el aumento de N. Si son obstáculos la preferencia del consumo suntuario en sectores pudientes y la escasa capacidad de ahorro en una parte importante de la población en estado de pobreza, no son menores los relativos a posibles creadores de nuevos bienes de capital: el Estado, más movido hoy por el oportunismo, el empresariado vernáculo, movido por la propensión al consumo suntuario, y el empresariado multinacional, movido más por codicia que por fines sociales.
El texto emblemático del liberalismo es el pasaje de la mano invisible, de la Riqueza de las Naciones de Adam Smith, el cual, traducido al lenguaje liberal, suele expresarse diciendo: “El individuo, al ganar, hace ganar a la sociedad”. No suele aclararse que Smith escribió dicho pasaje con referencia a las decisiones de los dueños de capitales acerca de dónde invertirlos. Recordemos el comienzo del pasaje: “Así como el individuo procura, hasta donde puede, emplear su capital en el sostén de la industria nacional...”, etcétera. Entre las innumerables paráfrasis de aquel texto, la de James Mill (el padre de John Stuart Mill) decía que el individuo particular es quien tiene capacidad de acumular capital más rápidamente, en comparación con el Estado o con sistemas económicos no capitalistas. Su texto, Elementos de Economía Política, publicado en 1821 en Londres, fue vertido al castellano en Buenos Aires en 1823 por Santiago Wilde por orden de Rivadavia, y con él se creó la enseñanza de Economía política, que comenzó a impartirse en la UBA en 1824, a cargo del creador de la primera moneda patria, el doctor Pedro José Agrelo, cuyas clases terminaron en fracaso. Para Mill, acumular capital no es independiente de la distribución del ingreso: “El producto anual se distribuye siempre de uno de dos modos; o la gran masa del pueblo se encuentra ampliamente provista de lo necesario para su subsistencia y bienestar, en cuyo caso es menor la parte que se reparte entre los opulentos; o la gran masa está reducida a lo que es estrictamente necesario para vivir, y en este caso existe una clase cuyas rentas son considerables. Cada país se aproxima a uno u otro de ambos casos. Investiguemos los motivos que haya para ahorrar en uno y otro. En el caso de haber una clase opulenta, y otra reducida a lo estrictamente necesario, es evidente que ésta no tendrá medios de ahorrar. Es bien sabido que una clase opulenta en medio de otra pobre no está dispuesta a ahorrar. La posesión de una gran fortuna estimula generalmente a gozar de lo presente; y el que está ya en posesión de una fortuna que pone a su disposición todos los medios de gozar sólo tiene un débil aliciente para ahorrar. ¿Por qué ha de privarse del goce de lo presente, para acumular aquello cuyo uso es para él tan insignificante? En tal estado del orden social, un incremento rápido del capital puede considerarse moralmente imposible”.
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