EL BAúL DE MANUEL › EL BAUL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Durante las conversaciones con Uruguay y su reciente interrupción, ha flotado en el aire una suerte de obsesiva defensa de una presunta soberanía respecto de las decisiones económicas. “Lo que está en el Uruguay lo resolvemos nosotros y sólo nosotros”, dice el gobierno de Tabaré. Sin embargo, este gobierno, progresista, se ve condicionado por decisiones que tomaron los anteriores gobiernos reaccionarios, tanto en la plantación de árboles como en los contratos con las “pasteras”. Otra posición fue posible, y de haberse adoptado, tanto Argentina como Uruguay se verían del mismo lado de la mesa. En efecto, gran parte del comercio de los países desarrollados es más comercio interno que internacional, donde el movimiento de factores complementa e impulsa el tráfico de productos, y el lugar en que se produce opera de hecho como una extensión del país inversor. En la segunda mitad del siglo 19 las inversiones inglesas le permitieron a Argentina reasignar el uso de su tierra más fértil: se exterminó la población originaria y se implantaron pobladores emigrados de zonas agrícolas europeas; se construyeron ferrovías y puertos de ultramar; y se formó una burguesía terrateniente fuertemente ligada a los países adelantados de Europa. ¿Quién impulsó aquel proceso: Argentina o Inglaterra? Williams (1929) dio una respuesta que merece recordarse: “Inglaterra halló conveniente producir trigo y carne (y con tal fin exportar capital) en la Argentina, oro y lana en Australia, minerales y alimentos en Africa, materia prima y alimento en EE.UU. y Canadá, a través de la mayor parte de su historia”. Hoy es Finlandia –otro país adelantado– la que ha hallado conveniente producir en Uruguay la pasta de papel que necesita, y con tal fin exportar capital. Ello resulta de diversos condicionantes, geográficos, políticos y económicos: la Unión Europea, y Finlandia misma, no permiten industrias contaminantes (adviértase que la empresa instalada en Pontevedra lo hizo cuando España no había entrado a la UE y era un país rezagado en su desarrollo económico); Finlandia no tiene el clima templado del Uruguay; y por último, un conocido principio de localización industrial señala como emplazamiento óptimo la proximidad a la fuente de materia prima, cuando el primer procesamiento de ella genera gran desperdicio. Entonces, ¿quién manda? ¿Montevideo, Botnia, o Finlandia?
Los dadores directos de puestos de trabajo son las empresas. En la Gran Depresión (1929-1933) el gran problema social fue la desocupación masiva. Numerosos trabajos se publicaron (Zeuthen 1930, Problemas de monopolio y guerra económica, Chamberlin 1933, Teoría de la competencia monopolística, Robinson 1933, Teoría de la competencia imperfecta, etc.) en los que directa o indirectamente, se atribuía a las empresas alta responsabilidad por la catástrofe del desempleo. En 1936 vino Lord Keynes a equilibrar los tantos, atribuyendo a la sociedad la falta de voluntad para comprar los productos de las empresas. Entre ese año y el estallido de la guerra, dos futuros premios Nobel presentaron sendas defensas de empresa y empresario, actores económicos capaces de realizar operaciones que ningún otro en la sociedad es capaz de cumplir con igual eficacia. Coase (1937) se centró en los costos de operar en el mercado: un agente central que emplea y dirige a trabajadores ahorra el costo de las numerosas negociaciones que en otro caso se requerirían para determinar los precios de múltiples negociaciones; la organización llamada empresa nace para sustituir al mercado. Hicks (1939) hallaba un paralelismo entre el análisis de la empresa y el del equilibrio del consumidor: ambos maximizan algo (sea la ganancia empresaria o la utilidad del consumidor) sujetándose a alguna restricción económica. Decía que no puede indicarse a priori quién será el productor o el consumidor de cierto bien. Todo depende, respectivamente, de si el conjunto de bienes que posee inicialmente puede ser cambiado mediante producción o transformación técnica por otro conjunto de bienes de mayor o menor valor de mercado. Todo se reduce, pues, a la obtención y maximización de cierta ganancia, lo que implica vender lo más caro posible y comprar (insumos y trabajo) lo más barato posible. Como en competencia vender caro lleva a perder el mercado, la alternativa es pagar lo menos posible por los factores productivos que se emplean, o emplear técnicas reñidas con la salud humana. Estos días vimos a qué conduce este criterio: la muerte civil del trabajador en unidades productivas clandestinas (textiles bolivianos en Capital Federal y fileteadores en Mar del Plata) y amenaza de envenenamiento de la vecindad por emanaciones tóxicas de plantas químicas clandestinas (en Esteban Echeverría).
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