Dom 24.06.2007
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EL BAúL DE MANUEL

› Por Manuel Fernández López

Daños colaterales

Leer a Walras (equilibrio general) o a Leontief (matriz de insumo–producto) enseña la complejidad e interdependencia de la estructura socioeconómica. Una acción económica cualquiera, que puede redundar en determinada ganancia o pérdida para un agente económico, puede representar un resultado muy distinto para el conjunto de los agentes. A.C. Pigou enseñó, en su Economía del bienestar (1920), que la valuación completa de una acción económica exige considerar no sólo el costo e ingreso individual sino también el costo e ingreso social. El impacto de las distintas acciones económicas sobre el bien común debe medirse por los costos e ingresos sociales que conllevan. Un agente individual puede encauzar sus acciones futuras orientándose por el resultado que arroja su propio beneficio. Pero el Estado, que existe en función del bienestar colectivo, no puede sino manejarse con conceptos de ingresos sociales. Veamos un ejemplo: el último fin de semana largo, entre el viernes 15 y el martes 19 de junio, incluía el domingo 17, Día del Padre. Es decir que, además de las actividades extraordinarias propias de las minivacaciones, se añadían las surgidas del Día del Padre. Y cada cual tiene uno. Era obvio prever un doble incremento de actividades extraordinarias. Y ello significaba más desplazamientos en el espacio. Algunos planearon descansar en algún lugar más o menos alejado, los expendedores de combustible previeron mayor actividad; el homenaje al padre en algunos casos implicó viajar lejos, o visitar cementerios, o ambos. Pero en el país, que no ha salido del todo de la crisis económica, una elevada proporción de autos, sobre todo de la gente de menores recursos y taxis, hoy funcionan con equipos de GNC. De pronto, cuando los agentes ya habían formado sus planes para un fin de semana largo, vieron anulada la compra de GNC. Ello afectó directamente a las estaciones proveedoras, con sus dueños y empleados: unos vieron caer sus ingresos a cero, y comprometido el pago de salarios, y a otros se les vino la noche en cuanto a su estabilidad laboral; y también bajaron los ingresos de los choferes de taxis, los de los floristas y otros anexos en los cementerios, las ventas previstas con motivo del Día del Padre, los viajes y las ventas en puntos de parada de las distintas rutas. Se buscaba no cortar el gas a las familias, y los otros daños fueron no queridos. Pero ocurrieron.

Buenos propósitos

Los gobernantes del pasado buscaron evitar los efectos deletéreos del alza de precios. Quizá por temor a las fuerzas incontrolables del descontento social. Una estrategia fue intentar controlar los precios por decreto. El edicto del emperador romano Diocleciano (año 301) fue el primer experimento para fijar precios máximos a productos de primera necesidad y a salarios. Al decreto no le faltaban buenos propósitos. Era una “providencia establecida en vista del bienestar público”, decía: buscaba mitigar el malestar provocado por varias cosechas malas y por la especulación comercial. “En los negocios del comercio, tanto en los que se realizan en los mercados como en los que se tratan en la conversación diaria de las ciudades, la licencia en los precios se ha difundido tanto que el desenfrenado apetito de lucro ya no se sacia con la abundancia de productos ni con las ubérrimas cosechas.” Entre los productos estaban: cereales (trigo: 1 castrensis modius, 100 denarios), vinos (de Sorrento: 30 den./pinta italiana), aceites (aceite ordinario: 12 den./pinta ital.), carnes (puerco de primera: 12 den./libra ital.), pescados (de mar, de primera: 24 den./libra ital.), vegetales y frutas, pieles, calzados, objetos de cuero, maderas y objetos de madera, alfombras y prendas de vestir. Los salarios iban desde los de braceros, con manutención (25 den./día), pasando por los de maestros elementales (50 den. por pupilo/mes) hasta los de abogados (de demanda 250 den., de defensa 1000 den.). El castigo por cobrar precios mayores era la muerte: “Es nuestra voluntad que, si alguno atentase contra las disposiciones de este decreto, sea condenado por su atrevimiento a la pena capital”. La pena era evitable: “Nadie piense que el decreto es duro, puesto que está a la mano la evasión de la pena con la simple observancia de la moderación”. El resultado efectivo del edicto fue desastroso y fue pronto derogado, sin aplicarse tan severos castigos. El emperador mismo falleció cuatro años después. Sin embargo, no falta quien dijese que Diocleciano, sabiendo que los romanos eran transgresores, como lo son hoy sus herederos los italianos, tuviese la intención de presentar no sólo los decesos forzados como un éxito del control demográfico sino también como un incremento del producto bruto per cápita. Como decía mi abuelita: el infierno está lleno de buenos propósitos.

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