EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Las fallas e insuficiencia del mercado como asignador de los recursos económicos y la necesidad de una acción colectiva para controlarlo y mejorarlo fueron planteadas por los “institucionalistas” norteamericanos de comienzos del siglo XX. En el país, la crítica a los sostenedores del mercado libre tuvo un foro en el Museo Social Argentino. Uno de sus miembros, Enrique Ruiz Guiñazú, en 1920, sostenía la necesidad de la intervención estatal: “El Estado ha creído su deber participar en la contienda de estos intereses a fin de aminorar los defectos de la ley económica de la oferta y la demanda”. La doctrina ganó aceptación con los discursos y escritos de Ruiz Guiñazú, Díaz Arana y otras personalidades, pero más por la influencia de violentos hechos foráneos, como la formación de totalitarismos en Europa, el crac de Wall Street en el ‘29 y el estallido de una nueva guerra mundial. El Estado argentino asumió un creciente intervencionismo, que alcanzó su mayor intensidad en el gobierno del general Perón (1946-55), con una gran acumulación de leyes de contenido económico, organismos estatales de todo tipo, empresas del Estado, relativo cierre de la economía al capital extranjero, etc. La clase trabajadora, convertida en sostén político del gobierno peronista a través de la dirigencia sindical, recibió sensibles beneficios, tanto en condiciones de trabajo e ingresos como en uso del ocio. Caído Perón, los sucesivos gobiernos, con matices, coincidieron en buscar una suerte de Restauración, apuntando a reformar el Estado, eliminar el Estado de bienestar, desactivar la legislación protectora del trabajador y restablecer las relaciones económico-financieras con el exterior. Cada uno de los gobiernos actuó sobre un aspecto de las condiciones de trabajo: uno metió la mano en las cajas de jubilaciones, otro congeló el salario, otro condicionó el ajuste salarial a la productividad, etc. Con Onganía, las leyes laborales se suprimieron de un golpe y luego se fueron devolviendo de a poco. Las sucesivas quitas, yuxtapuestas, fueron configurando un marco de mayor explotación laboral. Un indicador del deterioro es la caída de la participación de los asalariados en el Producto Bruto Interno. Los gobiernos militares, por su parte, por su poder de coacción, fueron más eficaces a la hora de restringir derechos laborales. El máximo terror, sin embargo, no ocurrió en la última dictadura militar.
La dictadura tuvo por fin desaparecer opositores y por ello debió esconder su accionar. Al ciudadano común se enviaron signos gratificantes, como el Mundial 1978. El mismo ciudadano sentía como incuestionables el derecho al agua, a la educación, la salud y el transporte públicos, la provisión estatal de gas, nafta y electricidad. Y la dictadura no se animó a quitar del Estado las respectivas unidades que proveían esos bienes y servicios. Hasta que en Washington se acordó que tales actividades y recursos eran de interés para la empresa privada. ¿Cómo lograr que en la mente del argentino nada de lo conocido antes tuviese valor y cualquier cambio súbito fuese aceptado? El interés de los economistas norteamericanos en la hiperinflación no era sólo académico, sino estratégico: una hiperinflación tiene el poder deletéreo de una bomba paralizante. Bastó una señal negativa a los mercados (enviada, según dicen, por un argentino) para que el terror se esparciera como reguero de pólvora y el modo de vida se trastrocase: dinero que quemaba en los bolsillos, comercios que no entregaban mercancías esperando a que subieran, sueldos que perdían valor antes de percibirse; el gobierno –desbordado por los hechos– forzado a dimitir. El nuevo gobierno, responsable de salvar al país, ya tenía la respuesta: en tanto el gradualismo prepara al adversario y le permite reaccionar; el shock es como un golpe al estómago a un adversario al que dos forzudos le sujetan los brazos: una sola bala en la frente del tigre. En el Congreso no fue difícil unir voluntades habitualmente encontradas y lograr la aprobación por unanimidad de la Ley de “Reforma” (léase “Desguace”) del Estado. Todas las empresas y todos los recursos económicos del Estado pasaban al ámbito privado, sin importar si los nuevos dueños eran amigos argentinos del poder o estados extranjeros; si se vendía por el justo precio, por precio vil o por cualquier precio; si la aprobación parlamentaria era por mayoría calificada, mayoría simple, o con la ayuda de un diputrucho; si la nueva gestión quedaba condicionada a mantener la planta de personal o permitía despedirlo libremente. Con la fórmula hiperinflación + shock, con el voto de los representantes y la voluntad del Ejecutivo, sin que los ciudadanos se movieran para impedirlo, pasaron a la órbita del lucro los últimos vestigios del Estado de bienestar vernáculo.
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