EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Hay enfermedades personales vergonzantes, pero también enfermedades político-económicas vergonzantes. Una de ellas es la pobreza crónica. Un país que por décadas no puede sacar de la pobreza a una parte de su gente ha fracasado como sociedad. En la década del ’90 esta enfermedad comenzó a manifestarse, a la vez que el gobierno inicialmente la negaba, después buscó impedir que se generase información al respecto, y por último reconoció el mal asimilándolo a una condena bíblica (“pobres habrá siempre”, expresó el primer mandatario). Es cierto que en el mismo lapso la actividad económica se tecnificó, pero, como en un mundo prebischiano, los beneficios del progreso tecnológico beneficiaron sólo a las capas más altas de la sociedad, en tanto las bajas no mejoraban o se hundían más. Vino la gran crisis del 2001-2002 y a los pobres crónicos se sumaron millones de pobres coyunturales. La pobreza devoró a gran parte de la clase media. El mal se enfocó como una desigualdad de ingresos: aquel que de un día para otro queda sin empleo, ve caer su ingreso a cero. La relación entre el ingreso más alto de la sociedad y el más bajo es infinita. Pero si al que no tiene ingreso alguno se le regalan 150 pesos, la relación cambia y se hace más tolerable. A alguna cabeza inspirada de la clase política se le ocurrió que, por esa pequeña suma, era posible a la vez mitigar la desesperación de los sumergidos, ganar su favor electoral y computar a los perceptores como “ocupados”. Nacieron así los “planes sociales”, que sacaron a muchos –muchísimos, si se quiere– de la pobreza extrema, aunque no de la indignidad de vivir de la limosna pública, apropiándose de recursos que el Estado podría mejor aplicar a la Justicia, la educación y la salud públicas. Los “planes sociales”, que algunos denominan “planes vagancia”, trajeron consigo una adicción a la ociosidad –ya observada en España respecto de sus subsidios al desempleo, que en dicho país llevó a limitar su duración–. Parece llegada la hora de cambiar la noción de “igualdad distributiva” remediada con limosnas, por la de “igualdad de oportunidades”, creando (el Estado), acaso mediante la aplicación de tecnologías más arcaicas, una gran demanda de trabajadores de menor calificación, que permita a los más castigados por la crisis igualarse al resto de sus compatriotas en la obtención de su ingresos a través del noble ejercicio del trabajo.
La terna libertad, igualdad, fraternidad fue considerada como cimiento firme de una sociedad. Pero ¿qué pasa si falta alguno de los elementos? ¿Puede funcionar una sociedad no libre, desigual e insolidaria? Acabamos de ver la falta de igualdad. Veamos ahora el tercer elemento. ¿Somos o no fraternos? Hace muy pocos días, en la jornada final del campeonato de fútbol, un equipo de los llamados “chicos”, que ayer nomás jugaba en 1ª B, se coronaba campeón en la cancha de Boca Juniors tras vencer al dueño de casa; y quería, según se acostumbra, festejar dando la vuelta olímpica. Desde su fundación, nueve décadas atrás, jamás el club había alcanzado tanta gloria. Directivos e hinchas del club más popular de la Argentina, que de alguna manera la representan, no sólo restringieron el acceso a la cancha de los hinchas de Lanús, sino también impidieron la vuelta olímpica del campeón, arrojando proyectiles a los jugadores. La actitud de dirigentes y barra brava boquenses podría denominarse “de juego de suma cero”: “si no es para mí, que no sea para otros”, olvidándose que sin los otros no hay juego, y que no puede esperarse que los otros deseen jugar si se les quita la posibilidad de vencer. En el juego de suma cero, la ganancia de uno es pérdida para el otro, y viceversa. Como es sabido, en su Diccionario Filosófico Voltaire asoció ese mecanismo con la naturaleza humana: “Tal es la condición humana –decía–, que desear la grandeza de su país, es desear mal a sus vecinos”. La disputa por un premio fijo, como era la lucha por conseguir oro en la época del Mercantilismo, significaba que lo que conseguía un país se volvía indisponible para los demás países: “Es claro que no puede ganar un país sin que pierda otro”, decía. Lo grave, en el caso nuestro, es haber llegado a un punto tal de hostilidad hacia otros miembros de nuestra misma sociedad, que los simpatizantes de otro club distinto del nuestro, los vecinos de otros barrios, los fieles de otras religiones, los descendientes de otras corrientes migratorias, etc., son considerados extranjeros y potenciales enemigos, merecedores solo de desconfianza y prevención. Como decía el austríaco Hörnigk (1684) en sus Nueve reglas de la economía nacional: “No se mostrará a los extranjeros simpatía ni compasión, ya fueren amigos, parientes, aliados o enemigos. Toda amistad termina cuando significa mi propia debilidad o ruina”.
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