EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
¿250 no es
nada?
Cómo te fue en Economía?”. La pregunta, repetida una y otra
vez, alude al examen en una de las asignaturas básicas de todas las carreras
que estudian los 65.000 alumnos de la Facultad de Ciencias Económicas
de la Universidad de Buenos Aires. Para ellos, la historia se remonta no sólo
a 1913, cuando el Parlamento argentino creó dicha Facultad, sino a 1823,
cuando Bernardino Rivadavia, encargado del ramo de Gobierno con Martín
Rodríguez, dispuso hacer obligatorio ese estudio, inicialmente en el
Departamento de Estudios Preparatorios y después en el Departamento de
Jurisprudencia. Y si se quiere, vamos un poco más atrás en el
tiempo, hasta 1795, cuando Belgrano, en su primera memoria leída en el
Consulado de Buenos Aires, recitaba su propia versión del credo iluminista,
según el cual el conocimiento transmitido por la mera práctica
debía desterrarse, y en su lugar establecer el conocimiento basado en
principios científicos, todo ello apuntalado con la creación de
una escuela para cada rama de la actividad humana. Buena parte de esas nobles
ideas las halló Belgrano escritas en el texto con el que se inició
en el estudio de la economía, las Lecciones de Comercio, o sea de Economía
Civil, de Antonio Genovesi. Este autor, nacido cerca de Salerno en 1712 y fallecido
en Nápoles en 1769, era docente de Metafísica en la Universidad
de Nápoles, y por consejo de un hombre de negocios toscano, Bartolomeo
Intieri, leyó economía en las obras de Galiani y Broggia. La amistad
de Intieri llegó al punto de crear para Genovesi una cátedra de
economía –que se llamó de “commercio e meccanica”–
dotada con una importante suma de dinero. Sus clases, iniciadas en 1754, se
publicaron en 1765 en italiano y se tradujeron al castellano (1784) apenas antes
de que Belgrano llegase a la península para estudiar la carrera de leyes,
traducidas por don Victorián de Villava, catedrático de Huesca
y luego (1790) juez residenciador del marqués de Loreto, en Buenos Aires.
Para Genovesi, los principios de la economía comprenden “las reglas
que hacen a una nación populosa, potente, sabia y culta”. Las Lecciones
de Genovesi aparecen copiadas (de la traducción de Villava) en escritos
económicos prerrevolucionarios, como la Representación de los
Labradores (1793), la Representación de los Hacendados (1794), el Manifiesto
de la Metalurgia (1801) y las Memorias (1795-1809) de Manuel Belgrano.
La desintegración
Los mensajes de la jerarquía eclesiástica dejan pocas dudas de
que el camino que venimos transitando hace varios años nos lleva a desintegrarnos
como país. Una sociedad en que muchos de sus miembros dejan morir a sus
hijos por desnutrición, mientras las autoridades que los gobiernan viven
en palacios como monarcas, viajan en carruajes fabulosos y visten ropas fastuosas,
más se parece a una sociedad de siervos o de esclavos que a una sociedad
igualitaria. Los antiguos griegos no eran partidarios de la democracia, pero
conocían la naturaleza humana. Para Platón “el cimiento
de la ciudad es la satisfacción de las necesidades; la primera necesidad
y la mayor de todas, es la provisión de alimentos, sin los cuales no
podemos vivir ni existir”. Su alumno, Aristóteles, lo expresó
más concisamente: “Lo primero: que haya alimento” (Política,
1328b). Si la satisfacción de las necesidades sostenía a la ciudad,
el no satisfacerlas la haría caer, naturalmente. Y esto es lo que parece
acontecer entre nosotros, país productor de alimentos por excelencia.
La gente no come o come de la basura, porque no tiene plata para comprar. No
tiene plata porque no trabaja, y no lo hace porque no le dan empleo. Y las empresas
no dan empleo, así como no demandan materias primas o nueva maquinaria
y equipos, porque no esperan que nadie les compre lo que producen. Se produce
–y con ese fin se demanda más trabajo y capital– para vender
y ganar, no parahacer beneficencia con los desocupados o los productores de
maquinaria y equipo. Es, obviamente, un círculo que no puede romper la
empresa particular. Puede romperlo el Estado, otorgando a cada desocupado algún
instrumento de compra para satisfacer sus necesidades fundamentales. El gobierno
anterior agravó hasta límites intolerables la recesión
que ya se venía arrastrando, al congelar los haberes nominales de los
ya ocupados, ante alzas notables de los precios, con el consiguiente deterioro
del poder de compra del salario; y al no hacer nada eficaz para permitirles
seguir comprando lo indispensable a aquellos que quedaban sin trabajo. Esta
política de salarios reales deprimidos y de desentenderse de la suerte
de los desocupados es la antesala de la desintegración social. Imaginemos
juntos a Aristóteles y a Adam Smith. Dice el primero: “la demanda
es lo que reúne a los hombres”. Y dice el segundo: “sin efectivo,
no hay demanda posible”.
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