Dom 29.06.2003
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EL BAúL DE MANUEL

Baúl I y II

› Por Manuel Fernández López

¿250 no es nada?
Cómo te fue en Economía?”. La pregunta, repetida una y otra vez, alude al examen en una de las asignaturas básicas de todas las carreras que estudian los 65.000 alumnos de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Para ellos, la historia se remonta no sólo a 1913, cuando el Parlamento argentino creó dicha Facultad, sino a 1823, cuando Bernardino Rivadavia, encargado del ramo de Gobierno con Martín Rodríguez, dispuso hacer obligatorio ese estudio, inicialmente en el Departamento de Estudios Preparatorios y después en el Departamento de Jurisprudencia. Y si se quiere, vamos un poco más atrás en el tiempo, hasta 1795, cuando Belgrano, en su primera memoria leída en el Consulado de Buenos Aires, recitaba su propia versión del credo iluminista, según el cual el conocimiento transmitido por la mera práctica debía desterrarse, y en su lugar establecer el conocimiento basado en principios científicos, todo ello apuntalado con la creación de una escuela para cada rama de la actividad humana. Buena parte de esas nobles ideas las halló Belgrano escritas en el texto con el que se inició en el estudio de la economía, las Lecciones de Comercio, o sea de Economía Civil, de Antonio Genovesi. Este autor, nacido cerca de Salerno en 1712 y fallecido en Nápoles en 1769, era docente de Metafísica en la Universidad de Nápoles, y por consejo de un hombre de negocios toscano, Bartolomeo Intieri, leyó economía en las obras de Galiani y Broggia. La amistad de Intieri llegó al punto de crear para Genovesi una cátedra de economía –que se llamó de “commercio e meccanica”– dotada con una importante suma de dinero. Sus clases, iniciadas en 1754, se publicaron en 1765 en italiano y se tradujeron al castellano (1784) apenas antes de que Belgrano llegase a la península para estudiar la carrera de leyes, traducidas por don Victorián de Villava, catedrático de Huesca y luego (1790) juez residenciador del marqués de Loreto, en Buenos Aires. Para Genovesi, los principios de la economía comprenden “las reglas que hacen a una nación populosa, potente, sabia y culta”. Las Lecciones de Genovesi aparecen copiadas (de la traducción de Villava) en escritos económicos prerrevolucionarios, como la Representación de los Labradores (1793), la Representación de los Hacendados (1794), el Manifiesto de la Metalurgia (1801) y las Memorias (1795-1809) de Manuel Belgrano.

La desintegración
Los mensajes de la jerarquía eclesiástica dejan pocas dudas de que el camino que venimos transitando hace varios años nos lleva a desintegrarnos como país. Una sociedad en que muchos de sus miembros dejan morir a sus hijos por desnutrición, mientras las autoridades que los gobiernan viven en palacios como monarcas, viajan en carruajes fabulosos y visten ropas fastuosas, más se parece a una sociedad de siervos o de esclavos que a una sociedad igualitaria. Los antiguos griegos no eran partidarios de la democracia, pero conocían la naturaleza humana. Para Platón “el cimiento de la ciudad es la satisfacción de las necesidades; la primera necesidad y la mayor de todas, es la provisión de alimentos, sin los cuales no podemos vivir ni existir”. Su alumno, Aristóteles, lo expresó más concisamente: “Lo primero: que haya alimento” (Política, 1328b). Si la satisfacción de las necesidades sostenía a la ciudad, el no satisfacerlas la haría caer, naturalmente. Y esto es lo que parece acontecer entre nosotros, país productor de alimentos por excelencia. La gente no come o come de la basura, porque no tiene plata para comprar. No tiene plata porque no trabaja, y no lo hace porque no le dan empleo. Y las empresas no dan empleo, así como no demandan materias primas o nueva maquinaria y equipos, porque no esperan que nadie les compre lo que producen. Se produce –y con ese fin se demanda más trabajo y capital– para vender y ganar, no parahacer beneficencia con los desocupados o los productores de maquinaria y equipo. Es, obviamente, un círculo que no puede romper la empresa particular. Puede romperlo el Estado, otorgando a cada desocupado algún instrumento de compra para satisfacer sus necesidades fundamentales. El gobierno anterior agravó hasta límites intolerables la recesión que ya se venía arrastrando, al congelar los haberes nominales de los ya ocupados, ante alzas notables de los precios, con el consiguiente deterioro del poder de compra del salario; y al no hacer nada eficaz para permitirles seguir comprando lo indispensable a aquellos que quedaban sin trabajo. Esta política de salarios reales deprimidos y de desentenderse de la suerte de los desocupados es la antesala de la desintegración social. Imaginemos juntos a Aristóteles y a Adam Smith. Dice el primero: “la demanda es lo que reúne a los hombres”. Y dice el segundo: “sin efectivo, no hay demanda posible”.

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