EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Circulación
Las ideas económicas son fruto de la actividad intelectual. Pero su eficacia
social, tanto para provocar la producción de otras ideas como para su
empleo en el mejoramiento (o empeoramiento) de la sociedad, dependen de su circulación,
esto es, de su transferencia a otros. Al menos así lo entendía
Belgrano, que debía redactar anualmente un escrito acerca de los problemas
económicos del virreinato: como no había máquinas de escribir
ni fotocopiadoras, el modo de hacer conocer sus ideas a otros, era escribir
una y otra vez el texto completo de dichos escritos, tarea que se confiaba a
esclavos africanos, adiestrados como copistas. Ello acontecía a fines
del siglo XVIII. Otro recurso, pero al alcance de muy pocos, era publicar en
la imprenta, que entonces se limitaba a la de Niños Expósitos.
De sus prensas salió, en 1796, el primer tratado de teoría económica
producido en Buenos Aires, los Principios de la Ciencia Económico-Política,
una traducción de Belgrano de dos textos fisiocráticos. El siglo
XIX trajo consigo una novedad: los semanarios. El primero apareció en
1801, dirigido por Francisco Cabello y Mesa, y en él se publicaron algunos
escritos y discursos de Belgrano y Cerviño. Aunque conocido comúnmente
por una abreviatura de su nombre, su título completo era Telégrafo
mercantil, rural, político-económico e historiógrafo, lo
cual revela que la preocupación por lo económico ocupaba un lugar
eminente. Duró apenas dos años y en 1802 fue sustituido por el
Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, título que, no casualmente,
indicaba el orden en que se invertían los capitales en una nación,
desde sus comienzos hasta la madurez. Su editor, Juan Hipólito Vieytes,
era fanático de Adam Smith, y llegó a publicar en su Semanario
algún artículo propio donde citaba ampliamente a Adam Smith, y
aun insertó durante doce números consecutivos un epítome
de la Riqueza de las Naciones, del gran pensador escocés. El Semanario
cerró en 1807 y recién en 1810 fue reemplazado por el Correo de
Comercio, cuya organización le había encomendado el virrey a Belgrano:
dedicó su primer número a explicar qué es el comercio,
copiando o glosando extensos párrafos de la obra de Adam Smith. Vieytes
no parece haber sido ajeno a su redacción, sobre todo cuando Belgrano
inicia su campaña militar, ya que el Correo dejó de aparecer cuando
Vieytes es confinado en Luján.
Textos
Parece imposible transmitir una ciencia sin empleo de textos. Sin embargo, cuando
Rivadavia en 1812 anunció la creación de un “establecimiento
literario” (que para él era sinónimo de “universidad”),
en el que se enseñaría Economía Política, entre
otras disciplinas, no tenía previsto texto alguno. De haber prosperado
aquella idea en su momento, tal vez la materia se hubiera enseñado por
el Tratado de Economía Política de Juan Bautista Say, obra que
tanto España como Francia se encargaban de imprimir traducida en castellano
y en gran número para su lectura en Iberoamérica. Pero no ocurrió
así. La Asamblea del Año XIII envió a Rivadavia y Belgrano
en misión diplomática a Londres. Rivadavia no dejó de visitar
a su queridísimo Jeremy Bentham, a través del cual conoció
el pensamiento utilitarista, o radical-filosófico, o “clásico”,
producido por los amigos de Bentham: David Ricardo, Thomas Malthus y James Mill.
Luego pasó a París y allí sumó otro texto, el Tratado
de la voluntad de Destutt de Tracy, que aunque por su título no parezca,
era un tratado de economía. De regreso, en 1821 fundó la universidad
porteña, en 1822 confió a Juan M. Fernández de Agüero
enseñar la “ideología” de Destutt, y en 1823 puso
a Pedro José Agrelo a enseñar ciencia económica según
los Elementos de Mill. No contento con eso, dispuso imperativamente que cada
profesor habría de redactar el texto de su cátedra, y en el caso
de Economía Política, incluyendo la historia de la ciencia y sus
aplicaciones a la hacienda pública y la estadística. Como suele
ocurrir tantas veces, estaba la ley pero todos miraban para otro lado, y el
texto no se escribió. Agrelo duró poco y tras dos años
fue sustituido por D. Vélez Sarsfield, quien se negó a usar a
Mill y en su lugar empleó el de J. B. Say “porque lo entendía
mejor”. Cerrada la cátedra por Rosas, se reabrió en 1855,
a cargo de un juez italiano de Cúneo, Estados Sardos, quien también
se negó a usar a Mill y pretendió sin éxito imponer el
texto de su maestro en Italia, Antonio Scialoja. Cerrado ese camino, redactó
un texto propio, basado en clásicos como Verri. En la segunda mitad del
siglo 19 todos los profesores de economía de la UBA –Avellaneda,
Zavaleta, V. F. López, Lamarca, Lagos García, Terry– escribieron
algo o dejaron que sus alumnos les tomasen y publicaran apuntes de clase. El
primer tratado formal apareció en 1898, escrito por Félix Martín
y Herrera.
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