AGRO › LA SUPERRENTA DEL CAMPO REFLOTA UN VIEJO DEBATE
Jeques de la soja vs. industriales protegidos
› Por Susana Díaz
La superrenta que goza el campo argentino –potenciada por el doble influjo de la revolución tecnológica, inducida por el uso del combo biotecnología más siembra directa, junto a los excelentes precios internacionales– ha vuelto a reflotar un debate hasta hace poco fantasmagórico. Se trata del viejo clásico “campo vs. industria” en el que, como en el pasado, vuelven a enfrentarse, renovando el discurso, sectores tradicionales y progresistas, por llamarlos de alguna manera. Y si el debate es viejo, también lo es la teoría económica que lo respalda. En la base de la disputa se encuentra el vetusto teorema de Heckscher-Ohlin según el cual los países se especializan en la producción de aquellos bienes cuya producción es intensiva en los factores de los que están dotados de forma más abundante. Visto que, como decía Sarmiento, “el mal que aqueja a la Argentina es su extensión”, lo que le sobra son tierras y sus “ventajas comparativas”, por lo tanto, se encuentran en la producción agropecuaria. En este modelo, la industria sólo puede funcionar en un contexto proteccionista y a expensas de absorber parte de la rentabilidad agropecuaria.
Pero lo cierto es que la teoría económica se ha visto en problemas para justificar el teorema de H-O por una razón sencilla: no se verifica en la realidad. El problema de la Paradoja de Leontief, como se llamó al relevamiento que mostró que la economía estadounidense no seguía los patrones de especialización esperados según H-O, es sólo una de las tantas refutaciones. En adelante, los sucesivos parches teóricos introducidos, antes que solucionar la paradoja, produjeron lo que los epistemólogos llaman la degeneración del programa de investigación (neoclásico en este caso). En cuanto a la práctica, sólo basta decir que de seguirse el modelo cualquier proceso de industrialización, excluyendo la revolución industrial inglesa, hubiese sido imposible.
A contrapelo de los avances teóricos y los datos de la realidad, algunos recicladores de mitos del pasado –como el reciente (y sobrevalorado) ensayo de Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, Ved en trono a la noble igualdad– sostienen que esta superproductividad agraria primigenia dio lugar a altos salarios que se convirtieron en la principal fuerza centrípeta de las ingentes masas inmigratorias. Lo que los recicladores de mitos no refieren es que el grueso de esa inmigración, a diferencia de lo que sucedió, por ejemplo, en países como Estados Unidos o Canadá, no tuvo acceso a la tierra, pues la propiedad en el campo argentino nació hiperconcentrada. Esta asimetría económica original operó en contra de un poblamiento más intensivo del interior, del desarrollo de pueblos y ciudades, de una distribución más equitativa de la renta y, en suma, del desarrollo de una sociedad más democrática. Hoy, esta historia no es sólo historia, alcanza con observar cómo evolucionó la Argentina y cómo los países antes citados.
A ello se agregan los datos del último Censo Nacional Agropecuario del 2001, que muestran durante los ‘90 una sensible y continua reducción del número de explotaciones. Al son de la revolución tecnológica, el campo continúa concentrándose, y es esta misma tecnología la que expulsa mano de obra y concentra beneficios. Los efectos multiplicadores hacia atrás, demanda de maquinaria e insumos, o hacia delante, agroindustria, están lejos de ser suficientes para una sociedad con 40 millones de habitantes. No se trata de negar el potencial de desarrollo del campo sino de evitar exaltar economías de enclave, comandadas por unos pocos jeques de la soja, en detrimento del indispensable desarrollo multisectorial.