Por Susana Díaz

Antes de matar una abeja habrá que pensarlo dos veces. Como decía Guille, el célebre hermanito de Mafalda, trabajan para nosotros. En lo que va de 2002 las exportaciones de miel ya superan las 70 mil toneladas, lo que significó un ingreso para los apicultores cercano a los 95 millones de dólares, por lo que se estima que el año terminará con ventas al exterior superiores a los 100 millones. Estas cifras convirtieron a la Argentina en el primer exportador mundial del producto. La noticia se suma a los buenos datos económicos que, luego del cambio en la estructura de precios relativos, siguen llegando del campo, pero en este caso, las causas que explican el auge apícola trascienden la mejora en el tipo de cambio. La tonelada de miel por la que en 2001 se obtenían 960 dólares vale ahora un promedio de 1300 dólares. Así, mientras el volumen comercializado creció sólo el 10 por ciento en los últimos 10 meses, los ingresos en divisas treparon casi un 50 por ciento.
Según explicaron a Cash técnicos del INTA, las ventas externas del producto comenzaron a crecer cinco años atrás. La mayor productividad no fue casual y, en parte, es hija de la crisis de los últimos años de la convertibilidad, cuando la búsqueda de producciones alternativas se volvió un imperativo para seguir trabajando en el campo. Este lento proceso de crecimiento transformó a la apicultura en uno de los negocios no tradicionales que mayor rentabilidad aporta al sector rural. El negocio presenta la aventaja adicional de demandar bajas inversiones de entrada.
De acuerdo con un reciente informe de la Secretaría de Agricultura, la demanda mundial de miel está en ascenso y en el exterior la producción local es reconocida por su alta calidad. La miel orgánica argentina, por la que se obtienen los mejores precios, es altamente demandada en el mundo. Los principales compradores son Japón, Estados Unidos y los países de la Unión Europea. Entre las causas que favorecen la exportación se destaca la escasa demanda interna. Las estadísticas hablan de un consumo apenas superior a los 200 gramos por habitante, lo que significa que la mayor parte de la producción se destina a los mercados externos.