DESECONOMíAS
Los horarios son globalifóbicos
› Por Julio Nudler
Oh la puntualidad! Esta continúa valiendo tanto o más en los trabajos que cualquier otro mérito. Sigue habiendo horarios de entrada y de salida, turnos de 8 a 17, de 9 a 18 o 19, más largos o más cortos. ¿Pero estos turnos no son un anacronismo en un mundo globalizado, que funciona las 24 horas? ¿Acaso los e-mails y otras maneras tecnológicas de trabajar más acá o más allá de cualquier horario no convierten en obsoleta la obligación de laborar de tal a cual hora? La “cultura del cubículo”, como la llama Jared Sandberg, ignora también la biología. ¿Cómo puede esperarse que un estudiante esté bien lúcido y atento en una clase que empieza a las 7 o las 8 de la mañana? ¿Por qué se programan reuniones de jefes o gerentes a las 8 o las 9? El psiquiatra investigador Thomas Wehr ha señalado que, irónicamente, los momentos en que estamos más alertas y vivaces ocurren después del horario de trabajo. Por ejemplo a eso de las 20 o 21. Nuestro reloj biológico completa su vuelta cada 24 horas y media, pero es afectado por la luz. Antes de la electricidad, los hombres sólo estaban activos durante el día, sobre todo si el combustible para mal iluminarse les resultaba muy costoso. Por eso dormían más que los contemporáneos. En la tiniebla sólo podían dedicarse al sexo. Aunque la lamparita incandescente cambió todo, irse a dormir temprano siguió apreciándose como una virtud. Sin embargo, un estudio publicado en 1998 por el British Medical Journal no halló evidencia alguna de que los madrugadores fueran más saludables, más ricos ni más sabios. Sandberg cita el ejemplo de un novelista que, libre de toda atadura horaria, suele acostarse a eso de las 5 y levantarse a mediodía, irritándose con cualquiera que le telefonee por la mañana. Los que lo hacen han perdido las maneras. Hay trabajadores muy buenos que fueron despedidos por llegar reiteradamente “tarde”. Puede que no los hayan echado sólo por eso, pero el retardo seguramente contribuyó, ante todo en un mundo de la empresa que valora a las alondras y condena a los búhos, importando menos cuánto rinden y para qué sirven unas y otros.