ENFOQUE
› Por Eric Calcagno *
Existe una desproporción entre la constitución del Fondo del Bicentenario para garantizar el pago de vencimientos de deuda pública en 2010 y las repercusiones motorizadas por varios sectores políticos: recurso de amparo ante la Corte Suprema, presentaciones judiciales, anuncios catastrofistas. Porque en rigor, el Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) no hace más que anticipar por unos meses lo que iba a ocurrir de cualquier forma durante el año, a medida que se produjeran los vencimientos de la deuda pública denominada en dólares: la compra de esas divisas por el Tesoro al Banco Central, lo cual iba a disminuir igual de modo puntual las reservas internacionales.
No se trata entonces del “uso de las reservas” para pagar deuda lo que surge como problemático. El nivel de estas reservas es más que suficiente para cubrir las necesidades del comercio exterior, desalentar presiones especulativas y administrar el tipo de cambio; además, las perspectivas para 2010 apuntan a un nuevo excedente en la cuenta corriente de la balanza de pagos (estimado en 10 mil millones de dólares) y a la acumulación de más reservas.
Si el problema fuera que no tenemos suficientes reservas, entonces habría que cesar todo pago de deuda externa, con o sin Fondo del Bicentenario, lo que los críticos a esta medida no parecen estar sugiriendo. Este punto debe quedar claro: toda operación de balanza de pagos afecta, de modo positivo o negativo a las reservas. El pago de deuda externa no es una excepción. Es absurdo postular la intangibilidad de las reservas, como sería ilógico para cualquier empresa o particular negarse a usar el dinero depositado en su cuenta bancaria.
¿Cuál es el problema entonces? Podría ser la fuente de los pesos con los cuales el Tesoro adquiere los dólares: en este caso es un préstamo del Banco Central al Tesoro, materializado por un bono público que recibe la entidad monetaria. Esto podría exceder las limitaciones que impone la Carta Orgánica del Banco Central (artículo 20) para el financiamiento del gobierno nacional mediante “adelantos transitorios”. Pero aunque fuera este el caso, el DNU tiene fuerza de ley mientras no sea rechazado por el Congreso y la ley más reciente modifica a la más antigua.
Tampoco puede pretenderse que se trate de un financiamiento desorbitado: su monto es de cerca de 2 por ciento del PIB, que podemos comparar con el apoyo a la economía que prestó la Reserva Federal de Estados Unidos en el último cuatrimestre de 2008: 1,3 billón de dólares, o sea más de 9 por ciento de su producto interno bruto (PIB) de ese año. No sólo se trata de un financiamiento del Banco Central que en términos internacionales es muy moderado, sino que ni siquiera tendrá impacto monetario en la medida en que se utilice para pagar deuda denominada en dólares: el Banco Central depositará dólares en una cuenta del Tesoro nacional en ese mismo banco, que la utilizará para pagar deuda en dólares, sin que esto altere la cantidad de moneda en la economía.
Tampoco puede honestamente presentarse esta medida como la muestra de un descontrol fiscal. Pese a la política contracíclica que expandió el gasto público y al impacto de la crisis sobre la recaudación tributaria, la Argentina es de los pocos países que en 2009 presentaron cuentas fiscales cercanas al equilibrio: el año cerrará probablemente con un pequeño excedente fiscal primario, no con un déficit gigantesco e inmanejable como en otras épocas.
Asistimos entonces a una tormenta en un vaso de agua. Ninguno de los aspectos de la creación del Fondo del Bicentenario sale de lo que en cualquier otro lado se vería como gestión normal de gobierno. No genera ni revela ningún desequilibrio externo, ni fiscal, ni monetario. Busca dar a los operadores financieros una muestra de solvencia que acelere la reducción del “riesgo país”, mejore y abarate el acceso al crédito para el sector público y el privado, sin que ello signifique volver a depender de los capitales externos; de allí la urgencia del decreto. ¿Por qué tanto revuelo?
Lo que ocurre es que esta medida pone en evidencia la contradicción entre un modelo económico que ha recuperado la capacidad para instrumentar políticas activas de desa-rrollo económico e integración social y los resabios todavía poderosos de la política neoliberal del Proceso y de los años ’90.
Un postulado central del neoliberalismo es que son los mercados desregulados, no el Estado, los que deben asignar recursos, determinar la distribución del ingreso y asegurar la autorregulación de la economía. Además, según esa escuela de pensamiento, los países subdesarrollados necesitan atraer “ahorro externo” (esto es, endeudamiento e inversión extranjera) para poder incrementar su inversión y así desarrollarse. Para ello hay que tener tasas de interés elevadas y, sobre todo, inspirar confianza a “los mercados”. Como los operadores de esos “mercados” parecen estar todos cortados con la misma tijera neoliberal, la forma de darles confianza es retirar al Estado de la economía: achicar gastos e impuestos, privatizar, flexibilizar el trabajo, desregular, hacerle caso al FMI... y delegar gran parte de la política económica en un Banco Central “independiente”.
Los resultados de esas políticas en los planos económico y social son bien conocidos: pérdida de competitividad, fuerte caída del Producto, la inversión y el empleo, mayor desigualdad en la distribución del ingreso y del patrimonio, quiebras, crisis bancaria, cambiaria, fiscal y de balanza de pagos, todo ello agravado por el sobreendeudamiento del Estado y la privatización de las empresas públicas. No menos serias fueron las consecuencias en términos políticos: la concentración del poder económico favorece la del poder político. Asimismo, se vacían de contenido las formas democráticas al poner en manos de órganos no elegidos decisiones centrales de la política económica. Más aún, la deuda externa puso gran parte de las decisiones soberanas en manos de los acreedores y el FMI en los ’90. Las actitudes de sometimiento con esos poderes no fueron efectivas para recuperar la economía.
Por el contrario, el resurgimiento económico vino de la mano de una recuperación de soberanía. La renegociación con quita de la deuda externa, la nueva política cambiaria y los subsiguientes excedentes comerciales permitieron liberarnos de la tutela del FMI y avanzar en el desendeudamiento externo. La vuelta al sistema previsional público de reparto mejoró los ingresos de la clase pasiva y fortaleció las cuentas fiscales, y terminó con un negocio espurio del sistema financiero. La revalorización de jubilaciones y salarios mínimos, el relanzamiento de los mecanismos de negociación salarial, la generalización de la asignación por hijo son todas muestras de una política de ingresos que permitió la expansión del consumo popular y que deberá profundizarse para avanzar hacia una sociedad más justa.
Así, podemos ver que la extensión del “espacio de política” del Estado ha sido crucial para la recuperación económica. Esto rompe con la ortodoxia económica neoliberal, para la que el Estado debe estar “atado de manos” y dejar que funcione el “piloto automático” de los mercados hasta que se lo llame de urgencia para nacionalizar las pérdidas. También se vio que fue posible incrementar la inversión (de 12 a 24 por ciento del PIB entre 2002 y 2008) sin recurrir al “ahorro externo”. Esto no quiere decir que algunos capitales que aporten inversión genuina y tecnología no puedan ser importantes para el desarrollo nacional: simplemente no debemos organizar toda la economía con el solo fin de atraerlos ni otorgarles privilegios tributarios o garantizar sus ganancias, lo cual termina siendo contraproductivo. Desarrollemos nuestras propias políticas y las herramientas para llevarlas a cabo. La mejor forma de atraer capital productivo externo es no depender de él.
Hay todavía mucho que hacer para consolidar la recuperación de la soberanía y para ejercerla de la mejor manera. El aparato del Estado sufrió casi tres décadas de crisis y/o neoliberalismo; aún existen ordenamientos institucionales propios de aquella época. Así sigue vigente la “independencia” del Banco Central respecto de los poderes elegidos, aunque no siempre ha sido independiente del establishment financiero. Además, su Carta Orgánica establece que su “misión primaria y fundamental” es “preservar el valor de la moneda”.
En apariencia, las medidas que adopta el Banco Central serían sólo técnicas (no políticas) para alcanzar un único objetivo central: evitar la inflación y/o la devaluación. En la práctica, las decisiones monetarias son en esencia políticas, ya que inciden sobre la distribución del crédito, la fijación de las tasas de interés y por consiguiente el tipo de cambio, y por lo tanto determinan ganancias o pérdidas entre deudores y acreedores y diferentes sectores de actividad. Tales decisiones no alcanzan para definir una política económica, pero la condicionan en varios aspectos centrales. También es discutible que el objetivo central, si no único, sea la estabilidad monetaria. ¿Nunca hay que permitir una devaluación (ni una apreciación)? ¿Hay que llevar a cabo el ajuste monetario del tamaño que sea para obtener una inflación nula? ¿No habría que incluir entre sus objetivos centrales favorecer el crecimiento del Producto y del empleo, como en Estados Unidos?
Es necesario que los Bancos Centrales contribuyan con la política económica definida por el voto popular, o que al menos no la obstaculicen y que persigan objetivos múltiples: la alta inflación es una calamidad, como también lo son la desocupación y la depresión económica. El arte del banquero central es distinguir entre crisis de liquidez y de solvencia, así como identificar los problemas reales y las soluciones posibles. No puede ser ni un bombero pirómano, ni vestal de un templo ya sin dioses. La autonomía bien entendida es la que deja margen al Banco Central para la aplicación de determinadas políticas decididas por los poderes elegidos, pero no pueden dejarse en sus manos la definición de esas políticas ni la oportunidad de instrumentarlas
* Senador nacional, FpV.
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