ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
La película europea, su predecible devenir y su seguro final no dejan de sorprender. La historia podría recordarla como un ejemplo de tozudez extrema, de apuesta a ajustes recesivos para inducir reactivaciones remotas. Allí el iceberg está a la vista, pero el problema no es su invisibilidad en la noche sino que todos se aferran al timón para intentar mantener el rumbo hacia el desastre. ¿Será que, dialécticamente, la crisis “necesita” desarrollarse? ¿O será que a alguien le sirve el entretiempo?
El espejo argentino sirve de guía para iniciar las respuestas. Ya antes del Megacanje de deuda de 2001, impulsado por Domingo Cavallo; quizá desde los tiempos del Blindaje, publicitado como buena noticia por el fallido presidente radical Fernando de la Rúa, tanto los acreedores como los mercados descontaban que la deuda pública, tal como estaba estructurada, era impagable. A su vez, los economistas sabían que la convertibilidad con el dólar sólo podía mantenerse con entrada de capitales. El default era inevitable. Aunque nadie sabía la fecha exacta, la crisis sobrevendría. Un alto funcionario de entonces, hoy reconocido economista con consultora propia, explicó a este medio que el problema de la hora era de “dilema del decisor”. Todos sabían que la convertibilidad debía abandonarse y la deuda reestructurarse, pero nadie con capacidad de decisión se animaba a decidir.
Así planteados, los hechos se presentan como un devenir “necesario” hacia la crisis. Pero el razonamiento omite un detalle principal: en el ínterin hubo ganadores y perdedores. En particular, los mejor informados aprovecharon para producir una fenomenal fuga de capitales que años después, como mero entretenimiento, sería investigada por una comisión ad hoc del Congreso. En el entretiempo hasta la crisis, los principales beneficiarios fueron quienes lograron hacerse a tiempo de sus dólares y/o seguir girando utilidades en moneda dura. Los segundos beneficiarios, muchas veces los mismos, fueron quienes licuaron sus deudas tras la devaluación.
La “tozudez” europea, entonces, quizá no sea mera tozudez. En su ínterin también se están generando ganadores y perdedores. A saber:
- Con motivo de la crisis se aplican políticas de ajuste que recaen sobre el mundo del trabajo y la seguridad social y, al mismo tiempo, se presiona para la liquidación de activos públicos a precio vil. Los diarios europeos publicaron que Grecia debería vender todos sus activos menos la Acrópolis. El planteo se asumió como si se tratase de un cataclismo, no de una opción de política.
- Para que no estallen los balances de los bancos, se realizan préstamos que los países, más allá de las seguras reestructuraciones, seguirán pagando durante décadas.
Con pueblos saturados de ajustes, con niveles de desocupación desatados y políticos odiados, el espejo argentino muestra, grita, que la crisis europea estallará, pero, al igual que sucedió con el 19 y 20 de diciembre de 2001, nadie puede predecir el día exacto.
Mientras tanto, serenamente, algunos cambios comienzan a llegar al mainstream de la economía. El pensamiento ortodoxo redescubre a David Ricardo, en particular cuando éste explicaba las diferencias de los tipos de cambio en función de las productividades relativas de los países. Como si nada hubiese pasado, luego de años de poner a la Unión Europea como ejemplo de integración, de ponderar los estándares de Maastricht, ahora se vuelve a que las políticas monetarias, en particular los tipos de cambio, son una herramienta clave de la política económica y para la armonía comercial entre países con aparatos productivos diferentes.
Otra vez el espejo argentino vuelve a explicar. Si, por ejemplo, el tipo de cambio griego no reflejaba la productividad de su economía, sólo puede mantenerse con ingreso de capitales. Pero la ortodoxia no lleva a fondo su razonamiento. El endeudamiento resultante no sería una consecuencia estructural de la sobrevaluación cambiaria (del euro para la productividad de Grecia) sino el resultado de haber querido mantener un aparato de bienestar sobredimensionado con relación a los ingresos reales. Los déficit comerciales, luego de cuenta corriente y, más temprano que tarde, fiscales, no se explican por los efectos de la sobrevaluación sobre la economía real sino por esa voluntad dispendiosa que, quizá –por qué no– sea parte del carácter latino, ajeno a la weberiana ética protestante.
Y el último detalle en el espejo. Para salir de la trampa de la sobrevaluación, la Argentina devaluó. La devaluación fue una consecuencia de la crisis, no una decisión política. No la decretó el gobierno de Eduardo Duhalde sino que comenzó con el corralito de diciembre de 2001. Pero al final del camino, con un costo inmenso en sufrimiento social, la economía argentina recuperó la herramienta fundamental de la política monetaria. En países como Grecia, este camino no parece tan claro. Está en juego la unidad monetaria de Europa. Dicho de otra manera: a la UE no le importa la significación de Grecia en términos de su aporte al PIB de la Unión (menos del 2 por ciento) sino proteger su sistema monetario. Quizá la importancia de lo que se juega no evite finalmente la crisis, pero seguramente prolongará la agonía
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