ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
La próxima gestión económica deberá enfrentar tres acechanzas. La primera y principal tiene un nombre poco conocido. Es la que algunos economistas resumen con la expresión “nominalidad”. El problema se explica de manera simple: en los últimos años el crecimiento del nivel de salarios fue más rápido que la devaluación del peso. Si se mantienen las tendencias actuales los artículos de exportación, especialmente aquellos cuya producción se quiere fomentar –que demandan abundante mano de obra–, comenzarán a perder definitivamente competitividad por su elevado costo en divisas. Si esto sucede es la antesala de la segunda acechanza, la restricción externa; situación que se produce cuando los dólares comerciales dejan de alcanzar para financiar las importaciones más la “formación de activos externos”, sean fugados o “colchoneados”. Llegado este punto aparece la tercera amenaza, que ya da muestras de vida: el Partido del Endeudamiento, que unifica a la oposición.
La creciente nominalidad constituye un efecto no deseado del camino seguido en los últimos años para resolver algunas tensiones del crecimiento. La inflación local tiene dos causas centrales: los aumentos de los precios internacionales (inflación importada) y la puja distributiva. En un contexto de expansión del Producto y en un marco político de alianza con los trabajadores organizados fue posible lograr que los aumentos conseguidos en paritarias vayan por delante de la evolución de los precios. En términos agregados, el poder de compra de los trabajadores no se vio afectado a pesar de la inflación. De no haber sido así no se habrían conseguido la mitad más uno de los votos. El problema fue que la cotización del dólar funcionó como lo que algunos economistas denominan “ancla cambiaria” de la inflación. En consecuencia, en la carrera entre precios y salarios, la cotización del dólar avanzó a paso lento. Para decirlo de manera rápida: la puja distributiva se comió el diferencial cambiario de la economía.
A primera vista, las soluciones inmediatas contra la elevada nominalidad heredada del crecimiento son contener la inflación y/o devaluar. Pero no es tan simple.
Combatir la inflación con recetas clásicas, como la contracción monetaria o el aumento de las tasas de interés, puede frenar el crecimiento sin que ello garantice el freno inmediato de la puja distributiva. El freno probablemente ocurriría en el mediano plazo cuando el crecimiento del Producto se detuviera debido a la caída de la demanda y a la potencial apreciación cambiaria inducida por las mayores tasas. La receta clásica es así una medicina innecesariamente dolorosa medieval. La inflación será más baja al final, pero la victoria pírrica, pues habrá menos empleo y crecimiento.
La segunda opción es devaluar. Desentenderse, por ejemplo, de la actual fuga de capitales, la que va al exterior por subfacturación o legislación laxa para algunas inversiones transnacionales, o bien a los bancos o al colchón por compra de dólares. Según el ex ministro Roberto Lavagna, la fuga desde 2006 suma 70.000 millones de dólares, casi lo mismo que el superávit comercial del período. Si en las últimas semanas el BCRA no hubiese vendido cientos de millones de sus reservas internacionales, el dólar se habría disparado, situación que hubiese hecho felices a los exportadores, pero también acelerado la inflación cercenando una porción creciente de los ingresos de los asalariados y, al final del camino, manteniendo intacta la nominalidad.
Para la economía convencional todas estas variables, inflación, tipo de cambio, restricciones en la cuenta corriente, suelen ser fines en sí. Por ejemplo, no importa cómo se combata el índice de aumento general de precios, tampoco sus efectos colaterales. Lo único relevante es la reducción del índice. Para las visiones alternativas importa el empleo y el crecimiento con equidad. En los últimos años estas visiones fueron las hegemónicas. Pero si la nominalidad sigue su curso –y nada indica que no lo hará, pues ya se habla de un piso del 18 por ciento para las paritarias de 2012– la economía se acercará peligrosamente al déficit externo.
Aquí ingresa la política a secas, no la económica. Para algunos analistas políticos, las corrientes principales de la oposición diezmada en las urnas son un grupo heterogéneo de imposible unión. En cambio, la heterogeneidad desaparece cuando se consideran sus propuestas económicas. El crecimiento de la posconvertibilidad no sólo fue positivo por basarse en la expansión del empleo. Su segundo componente virtuoso fue el desendeudamiento y la consecuente ganancia de grados de libertad de la política económica. La clave de este proceso residió en el superávit externo. Frente al posible fin de este superávit, la propuesta de la oposición sostiene que el contexto actual es beneficioso “para volver a los mercados de crédito voluntario”. Es decir, a la lógica del endeudamiento y la economía subordinada a los dictados del poder financiero. Resulta realmente un prodigio que tras la experiencia de los ‘90 y el default de 2001-2002 existan todavía voces que recuperen esta vía. Sin embargo, es lo que propusieron esta semana, sin ruborizarse, los referentes económicos del radicalismo y del duhaldismo residuales.
Le guste o no el próximo ministro de Economía tendrá a la nominalidad en el tope de su agenda. Por ahora no está muy claro cómo la atacará. Entre la nueva obsesión de la prensa hegemónica: los llamados indiferenciadamente “economistas K”, las salidas no son únicas. El mix que se escucha reboza de componentes. Se prevé algún tipo de pacto social para moderar las paritarias para frenar la inflación y evitar la suba de salarios en divisas, más control sobre la salida de capitales en momentos en que los dólares se vuelven más escasos, un plan de desarrollo que elija sectores y sustituya importaciones, tipos de cambio diferenciales para las regiones y una reforma tributaria progresiva. Pero todo esto son componentes del debate. Lo único cierto es que el camino no se conocerá sino hasta después de octubre
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