ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Un gran maestro de periodistas decía que el periodismo no es tarea para escépticos. La frase puede ser explicada largamente, incluso discutida, pero es probable que Ryszard Kapuscinski haya querido insistir solamente en un detalle simple: no perder el asombro ante los hechos. Los acontecimientos presentes que vive Europa son de tal clase que el asombro no demanda el menor esfuerzo metódico. La subordinación de los gobiernos a los dictados del capital financiero es tan potente que el observador, naif o no, queda boquiabierto. Es probable, también, que la sorpresa sea una confusión eurocéntrica. Quizá los hechos asombran porque, precisamente, ocurren en Europa y no, por ejemplo, en los caricaturizados países bananeros, aquellos sometidos a las arbitrariedades caprichosas de algún dictadorzuelo o a las excentricidades de sus pequeñas oligarquías. Los hechos se producen nada menos que en la cuna de la civilización occidental, con sus miles de años de historia detrás.
Si bien estos hechos son conocidos, algunos no fueron puestos en su justa dimensión. A veces la cosa parece reducirse a movimientos de dinero incomprensibles para el lector no iniciado, como detalles de cómo se aportarán medio, uno o dos billones de euros al FEEF, el Fondo Europeo de Estabilización Financiera. Los especialistas discuten sobre cuál sería la cifra necesaria máxima para el “salvataje” de los PIIGS, aunque sin decirlo todos saben que no es a los países a los que se intenta salvar, sino a los balances de los bancos acreedores, principalmente alemanes y franceses.
Las dificultades, sin embargo, son más claras que los movimientos financieros. La economía europea tiene básicamente dos problemas: el del euro, que para muchos países se transformó en una “convertibilidad” insoportable, algo fácilmente comprensible para cualquier argentino, y el insostenible endeudamiento de algunos Estados, en buena parte generado a partir de las sobrevaluaciones cambiarias que permitieron fiestas de endeudamiento y consumo.
Grecia, por ejemplo, tiene las dos dificultades juntas y en un nivel máximo, la pérdida de competitividad impuesta por un tipo de cambio sobrevaluado en relación a la productividad de su economía y una deuda pública que devino impagable.
Desde los albores de la crisis, cualquiera que supiese sumar y restar sabía, por el nivel de la deuda griega en relación a su PIB, que la situación no tenía salida. A ello se sumó el ajuste. Hasta los economistas más ultramontanos reconocen que los ajustes son contractivos y que, así como opera el multiplicador keynesiano en las expansiones, también funciona dividiendo en las recesiones. Todos los caminos conducían, indefectiblemente, al desastre, pero andando el camino, mientras se trataba a los griegos de burócratas, corruptos, haraganes y arribistas, se avanzó en el desmantelamiento de los restos del Estado de Bienestar, en el ajuste a la baja de los salarios, con aumento del desempleo y de la plusvalía de los ocupados, en el achique de los sistemas previsionales y en la privatización del patrimonio público.
Dado este marco nadie que previera el default griego podía equivocarse. Esta semana se formalizó. La quita del 50 por ciento de la deuda, el equivalente a unos 100.000 millones de euros, no es otra cosa que asumir el default antes que se produzca, pero con el detalle nada desdeñable de que los flujos de pagos no se cortarán por ahora. Obviamente la noticia dará para unos pocos días de “euforia” en “los mercados”. El mantenimiento de los pagos siempre es para festejar. Mientras tanto, la situación de Grecia es probablemente peor que el día anterior a la quita. Ya se anunció una nueva pérdida de soberanía en el manejo de la economía: se instalará en Atenas un comité de supervisión del ajuste de los organismos financieros internacionales, la temible troika integrada por el FMI, el Consejo Europeo y el BCE. Su objetivo será cuidar que no haya titubeos en la imposición de las “reformas estructurales”. Así, lo que no se pudo hacer en Argentina hace una década, se hará ahora en Grecia. Pero la realidad es que Grecia ya no importa, sino en tanto laboratorio. La crisis ya es continental y Grecia sólo la peor muestra.
El principal asombro, sin embargo, no proviene de la persistencia en la receta de los ajustes ruinosos para los pueblos y florecientes para el capital financiero, sino del rol de los gobiernos de las economías centrales. Es probable que nunca en la historia del capitalismo se haya visto una comunión tan estrecha, tan descarnada y evidente, entre los gobiernos y las finanzas.
Para comprender la situación conviene dejar de lado la nube de tecnicismos y detenerse en unos pocos datos. Esta semana se anunció el reforzamiento del ya célebre FEEF, pero inmediatamente la canciller alemana, Angela Merkel, aclaró que el BCE no pondrá dinero para ello, sino que el FEEF tomará fondos privados, es decir, del sector financiero. De nuevo: las deudas intraeuropeas son en euros. Supóngase que el BCE funcionase como prestamista de última instancia y simplemente emitiese euros para abastecer al FEEF; lo peor que podría ocurrir es que el euro experimentase alguna débil devaluación. Esta alternativa es dejada de lado. Se dice en cambio que una intervención del BCE equivaldría a que los contribuyentes alemanes o franceses pusiesen dinero para salvar la fiesta de los dispendiosos PIIGS. El mantenimiento de la valuación del euro es la primera ganancia para los bancos, que se mantienen a salvo de la pérdida financiera de una devaluación.
Por lo pronto, mientras los acontecimientos continúan precipitándose, cada vez es más difícil encontrar a los profetas de los “milagros”, sea el de Irlanda, Grecia, España, donde las cifras de desocupación baten todos los records, o de la remota Islandia, hoy al menos ejemplo sobre cómo salir del atolladero
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