Domingo, 12 de febrero de 2012 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
La economía permite algunos juegos, al menos en el pensamiento. El aumento de los salarios incentiva la demanda: si los trabajadores tienen más dinero en el bolsillo, consumen más. A la vez, el mayor consumo estimula la producción orientada a satisfacerlo: las empresas necesitan más trabajadores, cae el desempleo y mejora el poder de negociación de los asalariados. El proceso, en principio virtuoso, tiene dos contrapartidas. Como quien compra mano de obra tiene mayores costos, antes que reducir sus ganancias prefiere subir los precios de sus productos. Y como en el mercado se encuentra con una demanda pujante, porque los salarios crecen, los precios más altos se convalidan. El resultado final del ciclo, entonces, es que hay más bienes (crecimiento) y más empleo, pero también precios más altos que retroalimentan la puja distributiva. Se trata de un fenómeno que no es argentino, sino que sucede en todas las economías en expansión, aunque con divergencias en el quantum.
Los economistas, a través de diversas teorías, discuten estas cosas desde hace siglos. Algunos dicen que para controlar “los desequilibrios” de las variables hay que frenar la expansión; otros, que debe hacerse todo lo contrario: apretar el acelerador a fondo. Cualquiera sea la respuesta, los problemas existen.
Si la economía fuese cerrada, es decir, si el comercio exterior no existiese, a nadie le importaría que los precios aumentaran si, al mismo tiempo, también lo hacen los salarios. En todo caso, sería un problema de coordinación de velocidades. Pero la economía argentina está en el mundo, exporta e importa. Aparecen entonces cartas nuevas: el tipo de cambio y la estructura económica. Por el lado de las exportaciones, la economía local es tomadora de precios. Si el valor del dólar crece menos que los precios internos, los aumentos de costos son en dólares y el problema cambia. Los empresarios locales no tienen en el mercado internacional el mismo poder que en el mercado interno: los precios internacionales son un techo para los aumentos de costos locales. Si los costos aumentan en dólares, la competitividad externa se deteriora. Al mismo tiempo, por el alto componente de insumos importados de la producción local, cuando crece el producto, las importaciones crecen a una tasa mayor. Y si el tipo de cambio se retrasa, si el valor del dólar no acompaña la inflación, el incentivo a importar es aún mayor.
Así, si a los resultados de la puja distributiva en un contexto de crecimiento se le suma el comercio exterior, puede ocurrir que los dólares obtenidos por las exportaciones no alcancen para comprar las importaciones (todo esto sin considerar las remesas de utilidades y el pago de deuda). En otras palabras, puede aparecer la restricción externa, revivida en las últimas semanas con el descubrimiento del impresionante porcentaje del rubro combustibles en las importaciones totales. Sucede que la aparición de la restricción externa supone recurrir al endeudamiento, con lo que el proceso de desarrollo pierde su autonomía. En el juego propuesto es el equivalente a tirar para arriba el mazo.
Hasta aquí la dinámica, simplificada, muestra todas las cartas de la política económica. Las restricciones para la continuidad del crecimiento bajo un modelo que aspira a una inclusión creciente. Estas cartas permiten unificar las acciones de gobierno más recientes. Frente a la pérdida de competitividad externa aparecen dos opciones. La primera, devaluar la moneda, una salida en principio fácil, pero también riesgosa, porque el aumento del dólar podría trasladarse rápidamente al conjunto de los precios de la economía licuando la medida y dejando como saldo solamente mayor conflictividad social. La segunda, contener la nominalidad, es decir, trabajar sobre la evolución de los costos, por ejemplo, evitando que los salarios se disparen en paritarias. El camino elegido por el Gobierno parece ser la suma de un leve deslizamiento del dólar con la sugerencia de un techo para la negociación salarial. Inicialmente las cosas no van tan mal. A comienzos de 2010 los pedidos gremiales de recomposición llegaban al 35 por ciento. En 2012 están 10 puntos abajo, aunque el Gobierno preferiría un nivel de menos del 20 por ciento.
El mejor de estos escenarios no deja de ser problemático, en particular para algunas economías regionales extrapampeanas con demanda intensiva de mano de obra, las que deberán aguzar la creatividad para mejorar su competitividad extracambiaria o bien recibir medidas que mejoren su tipo de cambio efectivo, como pueden ser tipos de cambio diferenciales atados a metas específicas.
Por el lado del saldo comercial –la otra restricción–, el Ejecutivo optó por cuidar los dólares. Las medidas fueron, en orden de aparición, la limitación al giro de utilidades, especialmente a petroleras, el control sobre el mercado de cambios, con su externalidad de aumento de tasas y depósitos en pesos. Y la más rutilante, aunque con efectos a mediano plazo: la presión sobre las petroleras para intentar bajar las importaciones de combustibles. Estas medidas se yuxtaponen con el control global sobre las importaciones y el intento de expandir el componente de insumos locales en las distintas ramas industriales. Siempre en materia de saldo comercial, existe el riesgo coyuntural de que las limitaciones aparezcan por el lado de las exportaciones, tanto por las pérdidas por sequía como, especialmente, por un comercio mundial más desfavorable.
Si se observan las restricciones más la sumatoria de medidas gubernamentales para superarlas, las que se complementan con la redefinición de subsidios, puede concluirse que “sintonía fina” es una definición correcta. La crítica es que en algunos rubros la sintonía debería ser, también, un poco más gruesa, tanto como para dejar algunos hitos en el camino
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