Dom 20.05.2012
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ENFOQUE

Tabúes

› Por Claudio Scaletta

Es probable que una de las desgracias de la historia económica local hayan sido los tabúes, cuestiones clave que en determinado momento eran de abordaje inevitable, pero que por variadas razones de política primó entre los funcionarios el “de eso no se habla”. Hoy, la cuestión cambiaria vuelve a estar entre los temas tabú de la economía.

Con la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central y la recuperación de YPF, el Gobierno dio un salto cualitativo. Las políticas económicas dejaron de ser sólo de reparación de los estropicios noventistas, como el desendeudamiento y la eliminación de las AFJP, o de suma de derechos y demanda, como el establecimiento de la Asignación Universal por Hijo, para avanzar hacia reformas estructurales. Se trató de importantes cambios de fondo que, sin embargo, no deberían inhibir debates igualmente urgentes.

El análisis neoclásico sostiene que a medida que la economía se estaciona cerca de la frontera de posibilidades de producción, de la “plena utilización de los factores productivos”, las necesidades de política cambian. Los economistas del mainstream, no sólo los neoliberales, destacan que frente a esta mayor escasez de factores se necesita más inversión, receta que jamás desentona y que cae por su propio peso. Pero esta expansión “de factores” no estuvo ausente en los últimos años: en el segundo trimestre de 2011, por ejemplo, la tasa de inversión (IIBF) rozó el 24 por ciento del PIB, pero desde entonces está en baja, lo que adelanta el freno del ciclo económico, dato que también se observa en la desaceleración industrial y en el mayor crecimiento de la producción de servicios que de bienes.

El freno abona el diagnóstico preexistente de que el problema es que la demanda crece más rápido que la oferta y su resultado no sería otro que la elevada tasa de inflación. En el mundo de equilibrios estáticos en que habitan estos profesionales también se trata de una respuesta lógica si, para colmo, no se reprime la expansión monetaria.

La realidad, sin embargo, no se ajusta a esta modelización. Dejando de lado, para no perder el foco, la riqueza de la función de demanda, a la explicación de la inflación de los últimos años concurren más elementos. Los precios internacionales y, especialmente, la puja distributiva, entre ellos. El crecimiento económico, al reducir la disponibilidad del “factor” trabajo, otorgó poder de negociación a los trabajadores. Este poder no fue espontáneo, debió reconstruirse. Si bien el crecimiento se retomó a partir de 2003, llevó mucho más tiempo reducir el desempleo. Mientras tanto, el kirchnerismo nunca fue neutral y decretó sucesivos aumentos del salario mínimo.

La situación del presente es diferente. Con un desempleo cercano al friccional, lo que los neoclásicos llaman “tasa natural”, o con la reducción del ejército industrial de reserva (tache lo que menos le guste), el poder de negociación de los trabajadores es un factor de peso. Crecimiento y bajo desempleo son las dos variables macro que funcionan como condición necesaria para la redistribución progresiva del ingreso. Los asalariados no están dispuestos a perder una secuencia de recomposición interanual promedio en torno del 20 por ciento. Esta dinámica, aunque no es la única, es la que se encuentra por detrás de las tensiones entre el Gobierno y la CGT. La actual administración se vio obligada a pedir moderación a los reclamos de los trabajadores organizados. No se trata de ajustar poniendo fin a la redistribución, sino de moderar la velocidad. Ello se debe a que la puja distributiva se traslada a precios, situación que se agrava si el tipo de cambio no acompaña la inflación interna, caso en que se produce una revaluación en términos reales y una inflación de costos en dólares que afecta la competitividad externa.

Visto desde la política, apenas se enuncia el problema del tipo de cambio emerge el tabú. Los defensores del actual estado de cosas esgrimen argumentos válidos. La competitividad, dicen, no puede sostenerse sólo por la vía cambiaria y debe mejorarse la productividad. Con resonancias noventistas, agregan que la revaluación es buena para los salarios. Con inobjetable criterio, suman que devaluar es además inflacionario. Pero el problema de fondo es hasta cuándo, o más precisamente, hasta cuánto pueden crecer los costos en dólares sin afectar el crecimiento, el empleo y, finalmente, la distribución del ingreso. Más cuando el freno provocado por la revaluación aparece recién cuando el daño ya está hecho.

Por ahora se observan las citadas señales de contracción en la IIBF, la industria y, también, en las economías regionales exportadoras. La primera tentación es responsabilizar a la crisis internacional. De hecho las exportaciones caen desde agosto de 2011, a la vez que aumentó el giro de utilidades al exterior, mientas que sólo el fuerte control de las importaciones posibilitó mantener el superávit comercial.

Sin embargo, con prescindencia de estas variables, para la diversificación productiva y el equilibrio externo no existe nada peor que el aumento de costos internos junto al abaratamiento de importaciones y exportaciones. Es imposible no insistir en el concepto de estructura económica desequilibrada. Si no se hace nada en materia cambiaria, el nivel del tipo de cambio terminará, ricardianamente, definido por la productividad de la soja. Es más, a los cultivos de la Pampa Húmeda todavía les resta margen de revaluación.

Debe recordarse que la recuperación del crecimiento comenzó en 2003 por las economías regionales exportadoras primero y sobre algunas ramas industriales después. Es sobre ellas, entonces, en donde el Estado nacional debe poner la mira para seguir muy de cerca los indicadores. La crisis internacional no debería nublar el entendimiento. En el corto plazo no hay magia.

Las opciones del presente, siguiendo una provocadora síntesis realizada por el economista Eduardo Crespo, sería alguna o un mix de las siguientes:

- Profundizar el esquema de retenciones, lo que tendría el costo de volver a un enfrentamiento directo con “el campo”.

- Devaluar sin compensaciones: lo que reduciría el salario, con potenciales efectos recesivos e inflación en el corto plazo, más reducción de la popularidad del Gobierno.

- Tipo de cambios múltiples (varios dólares): lo que traería conflictos formales con el FMI y la OMC.

- Proteger cada vez más mientras sigue la apreciación. Significa renunciar a la posibilidad de exportar cualquier cosa que no sea del agro pampeano o recursos naturales y perder algunos avances ya logrados, como el del turismo y algunas exportaciones no tradicionales, más un deterioro de las economías regionales.

- Subsidiar exportaciones. Tiene costos fiscales y la posibilidad de sanciones internacionales.

- Impuesto a la renta potencial. Quizá lleve a un enfrentamiento violento con la Sociedad Rural y sus numerosos aliados.

- Iniciar un nuevo ciclo de endeudamiento, aprovechando las tasas bajas que hoy prevalecen en el mundo.

- Dejar de crecer para no importar.

- Tirar la toalla y reconocer que la economía argentina no nació para tener industria

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