Dom 10.06.2012
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ENFOQUE

Pesificación con restricciones

› Por Claudio Scaletta

El tema central de la economía en las últimas semanas fue el dólar. La estrella, sobredimensionada: el “dólar blue”, eufemismo del negro, una moneda 30 por ciento más cara que su similar comprada en blanco, pero cuyo mercado resulta absolutamente marginal, menos de 3 millones diarios y en baja. La aparición de un mercado “paralelo” era inevitable. Es una ley de hierro de la economía que si existen restricciones a la comercialización de un bien con demanda, aparecen los mercados alternativos, los que siempre incluyen en sus precios sobrecostos y sobreganancias asociadas al riesgo. Como siempre que se trata de economía, conviene separar el problema de la hojarasca mediática.

La restricción externa, es decir, la escasez de divisas para financiar el desarrollo, fue un problema crónico de la economía local y una consecuencia de su estructura productiva. Las divisas provienen mayormente del sector agroindustrial. El grueso de las ramas industriales, especialmente la automotriz, son deficitarias en su balance externo debido a la existencia de un alto componente de insumos importados en sus ecuaciones de producción. Cuanto más producen y más exportan demandan más dólares de los que generan. Nada de esto es nuevo. Cuando el campo dice de sí mismo que es generador de divisas, dice la verdad. La historia económica local bien podría reescribirse en clave de las disputas entre generadores y demandantes de divisas, con su lucha de clases detrás, pero el problema no es tan simple.

Argentina no quedó rezagada en su desarrollo respecto de países como Estados Unidos o Canadá, debido a la mixtura de su sangre mayoritariamente indígena, criolla y de europeos latinos, todos, según mistifican los textos oligárquicos, con natural tendencia al ocio, sino debido a que la propiedad de la tierra nació concentrada. La primigenia oligarquía comercial terrateniente se conformó con diversificarse en la logística y las finanzas, actividades asociadas a cadenas productivas agrarias insertas en un mercado mundial. La industrialización no fue sólo producto de las fuerzas del mercado, sino una decisión política concomitante a la necesidad y la oportunidad de generar empleo para aquellos migrantes, internos y del exterior, que no podían emplearse en el agro y sus actividades conexas. A diferencia de Estados Unidos, que aquí marchaban hacia el “oeste”, el interior, a fines del siglo XIX y principios del XX, encontraban que las tierras primero arrebatadas a las poblaciones originarias ya estaban apropiadas.

El resultado, el problema número uno, fue que los “generadores de divisas” nacieron como un sector concentrado que, adicionalmente, no era capaz de emplear al conjunto de la población, es decir, era incapaz de generar las condiciones necesarias para el desarrollo con inclusión.

En este marco surge el problema número dos: la diferencia de productividades sectoriales emergentes de la particular fertilidad del suelo patrio más una industrialización tardía. El agro es más productivo que la industria. Y así como las productividades, según explicaba David Ricardo, definen el nivel del tipo de cambio, el desequilibrio de la estructura productiva local, según reseñaba Marcelo Diamand, tiende naturalmente a la sobrevaluación relativa del tipo de cambio para la industria. Dada la diferencia, sin intervención pública no habría industria. Y si esto era cierto en las décadas que van de los ’40 a los ’70, lo es mucho más en el presente, cuando la productividad del campo está multiplicada por el ingreso del capital tecnológico y su rentabilidad potenciada por el aumento de la demanda mundial impulsada por las revoluciones industriales asiáticas.

Siempre que se habla de divisas es imposible separarse de su tasa de cambio con la moneda local, por eso el problema número dos: la tendencia a que el tipo de cambio sea determinado por el sector agropecuario, da lugar a un mix explosivo. Excluyendo los factores endógenos de los estrictamente económicos, como una prensa devenida en líder opositora que siempre remarca y alienta las peores previsiones, el problema tiene dos dimensiones. La primera es la financiera: la revaluación en un contexto inflacionario alienta las expectativas de devaluación. No es válido aquí el razonamiento, verdadero, de que quien apostó al dólar en años recientes perdió frente a otras opciones financieras, pues están en juego las expectativas futuras. Tampoco se trata de una cuestión psicológica o solamente de especulación, aunque algo de ello siempre exista, sino de memoria histórica. A ello suma la limitación ideológica de los actores para comprender que, dado el nivel de reservas del BCRA, no están dadas las condiciones para una corrida. La segunda dimensión es la de la economía real: si el tipo de cambio industrial tiende a abaratarse, desalienta las exportaciones y alienta las importaciones.

Frente a estos problemas las medidas de política son variadas. Podría devaluarse sin más, con el consecuente impacto de transferencia de ingresos entre el capital y el trabajo, con derrame sobre los precios, más el cambio en la relación deuda en dólares/PIB. O bien seguir el camino elegido por el Gobierno: desalentar las importaciones, por ejemplo administrando el comercio, alentar la sustitución de importaciones, especialmente en el interior de las ramas industriales deficitarias, por ejemplo con aranceles a los bienes de capital producidos internamente, y a la vez atacar la demanda de dólares para atesoramiento, es decir, reducir el bimonetarismo de la economía administrando el mercado cambiario.

Se trata de medidas que, con orden dispar, surgen de las necesidades de la economía y no de los caprichos de un Estado intervencionista que se place en irritar a las veleidosas clases medias y medias altas urbanas, siempre ancladas en el ’55

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