ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Este artículo fue escrito casi en simultáneo con la protesta opositora del pasado jueves. Para hoy domingo seguramente mucho se leyó y existe el riesgo de la redundancia. Pero hay algo que quizá no se haya destacado: la notable escasez de consignas económicas en una marcha de raíces fundamentalmente económicas.
Contra lo que podría creerse desde lo simbólico, la historia de las cacerolas batientes no es un relato de platos vacíos. Basta con recordar su origen; las protestas de las señoronas acomodadas de Santiago, Chile, acompañadas por fuerzas de choque armadas, frente al gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, la bandera de largada para la sedición que culminó en la dictadura de Augusto Pinochet.
El fenómeno cacerolero local se desarrolla en un contexto bastante diferente, pero su componente de clase resulta similar. A Plaza de Mayo se llegó predominantemente desde el norte. También del norte de la ciudad fueron las esquinas emblemáticas que aportaron las principales columnas. El número y la violencia de la catarsis menguaron contra el pasado noviembre. La presencia física de muchos políticos opositores fue un dato nuevo, pero que nada aportó a la articulación del discurso, tarea fundamental de la clase política. El relato opositor sigue tristemente definido por el consignismo de la prensa hegemónica y mantiene una coherencia absoluta.
El dato fuerte es que, al igual que en septiembre y noviembre, los sectores populares no estuvieron allí. De nada valieron las crónicas guionadas de algún canal de cable, o las declaraciones editadas, el componente de clase de la movilización fue innegable. No es ni bueno ni malo, es un dato. Y si bien el peronismo es un movimiento policlasista, quienes se movilizaron el jueves nunca fueron la base social del actual gobierno. Si algo volvió a mostrar la protesta fue la dispersión y la impotencia opositoras. No fue, sin dudas, una manifestación de pérdida de apoyo popular a CFK. Mucho menos la unificación de la “mitad del país” que no votó al oficialismo.
No deja de asombrar, sin embargo, la unidad lineal de los reclamos callejeros con las tapas de los medios hegemónicos. Así, esta vez no primó el discurso de la seguridad, los impuestos, el dólar e, inclusive, la inflación, subordinada al listado de calamidades de alguna pancarta, sino el de las consignas corporativas temporalmente más cercanas, vinculadas con el Poder Judicial, la corrupción y la República.
Alguien muy oficialista podría leer que ello se debe a que los controles de precios tienen éxito, la inflación pierde terreno y que, a diferencia de noviembre, abril no es período de alta demanda estacional de dólares para turismo. Un viajero intercontinental podría analizar, a su vez, que el Primer Mundo se trasladó a la periferia. Mientras en Europa las manifestaciones callejeras reclaman contra los recortes presupuestarios, el desempleo y la exclusión social, en este lejano sur las mayorías, bien vestidas, perfumadas, blondas y con la economía ya resuelta, se preocupan por cuestiones elevadas: la pureza institucional, la corrupción en el manejo de la cosa pública y, por supuesto, siempre, la República.
Lástima, ninguno de los dos es el caso. Mientras el proyecto político del kirchnerismo enfrenta el desafío de avanzar a un estadio superior de desarrollo para sostener la vía inclusiva, la de la industrialización sustitutiva, con aumento de la productividad, autoabastecimiento energético y una mayor eficiencia del aparato de Estado ampliando servicios, el grueso de la burguesía local cree que el camino a seguir es diametralmente opuesto. Ese camino es el que reserva el establishment internacional para países como Argentina: la especialización agraria y de algunas commodities.
Más allá de las cuestiones de forma, del dato de color de las señoras ociosas marchando con sus mucamas, de la supuesta corrupción generalizada, de los análisis de la puja del poder por imponer su verdad a través de los medios todavía hegemónicos, de la amenaza a la República, lo que sigue bajo fuego es el modelo de país. El déficit del actual proyecto político no está, como suele mostrarlo la calle y repetirse en las urnas, en su relación con los sectores populares, a quienes beneficia y en quienes se sostiene, sino en su relación con la alta burguesía, que simplemente tiene otro proyecto.
La solicitada publicada por la Asociación Empresaria Argentina (AEA) el mismo jueves 18 de abril es una muestra palmaria de cuál es la pelea de fondo. Según AEA, la democratización del Poder Judicial representa “una grave amenaza a las garantías constitucionales” que producirá “un gran daño al ambiente para las inversiones y la creación de empleos en la Argentina”. AEA es conducida por Arcor, Techint, el Grupo Clarín, Roggio y Bagó, sólo por citar algunas entre las empresas nacionales y transnacionales del sector financiero, supermercados, laboratorios, automotrices y multimedios que la integran. La mayoría de las empresas de AEA son las que siempre ocuparon la cúpula empresarial local, las que siempre ganaron con todos los gobiernos, sean democracias o dictaduras; a las que no cuestionaron por la independencia de poderes. Son también las que esta semana agitaron el “#18A”. Es comprensible, ninguno de sus referentes políticos llegó en las últimas elecciones a más del 17 por ciento de los votos
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