Dom 02.02.2014
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ENFOQUE

Consumo popular

› Por Manuel Socias * y Marcos Schiavi **

La democratización del bienestar del primer peronismo subvirtió de raíz la matriz de la economía, la política y la cultura. Adicionalmente, ese proceso, profundamente revulsivo de las estructuras de la sociedad de la primera mitad del siglo XX, cambió para siempre el rol del Estado argentino. El acceso de los trabajadores urbanos al consumo masivo puso en escena una tensión inesperada: ahora el ciudadano (trabajador) era también un consumidor.

El gobierno peronista, sensible a ese nuevo estado de cosas, registró que su política de derechos no se agotaba en el mero acceso al mercado. Para que ese contexto expansivo no fuera tumultuoso y excusa para la captura de rentas extraordinarias por parte de los empresarios, era necesario ordenarlo y diseñar nuevas capacidades estatales orientadas a la defensa del consumidor.

La regulación del precio de los alquileres, las negociaciones salariales y el control estatal sobre el comercio exterior son políticas públicas identificadas plenamente con esa etapa histórica. Menos conocidas, sin embargo, son las medidas impulsadas por Perón en otras esferas vinculadas con el consumo. Así como lo hizo en las relaciones laborales, el gobierno peronista llevó adelante tareas desconocidas hasta entonces: profundizó la protección del consumidor mediante la lucha contra la especulación, la supervisión de la calidad y la comercialización de las mercancías, y lanzó campañas que instaban a los consumidores a ser más responsables y exigentes. El marco en el cual se desplegaba el consumo popular se convirtió en un foco importante de la política estatal.

A diez días de asumir, lo primero que se propuso el gobierno fue el trazo grueso: detener la suba de precios. El 13 de junio de 1946 Perón anunció el inicio de la campaña de sesenta días para abaratar los artículos de primera necesidad. Dos meses después, desde la sede de la Secretaría de Industria y Comercio, Perón anunció la batalla de la producción. La ecuación era sencilla y el instrumental para resolverla elemental: ante un aumento de la demanda, alcanzada a través de negociaciones colectivas favorables para los trabajadores, el gobierno se propuso contener los precios y aumentar la oferta.

Rápidamente fueron aprobadas dos leyes: la Ley 12.830 de Precios Máximos de 1946 y la Ley 12.983 de 1947, contra el Agio, los Precios Abusivos y la Especulación. Ambas les dieron a las agencias federales nuevas herramientas en el control de precios. Un año después de aprobada esta ley, en 1948, Perón creó la Dirección Nacional de Vigilancias de Precios, que atendía reclamos de los consumidores y verificaba los incumplimientos de los comerciantes.

Diseñadas las herramientas gruesas, se pasó a una etapa menos conocida del período: la lucha más sofisticada contra el fraude comercial. Comúnmente este fraude tomaba la forma de adulteración de alimentos, de envases o de mensaje publicitario.

Antes de la llegada del peronismo al poder, los intentos gubernamentales de controlar la producción y comercialización de alimentos estaban circunscriptos a los municipios y sus alcances eran muy limitados. Ante esta carencia, en 1949 se creó la Dirección Nacional de Alimentación, dentro del Ministerio de Salud que conducía Ramón Carrillo. Entre sus acciones tenía la de monitorear la industria de la alimentación a través de inspecciones en fábrica, organizar campañas educativas y producir estadísticas y normas.

A la ingeniería institucional le siguió la propuesta legislativa, con la sanción del Código Alimentario Argentino, el cual, a través de casi 1000 artículos, establecía estándares para la elaboración, almacenamiento, envasado y comercialización de los alimentos.

Durante el peronismo, por primera vez en la historia argentina, el gobierno nacional articuló una red de instituciones y regulaciones para inspeccionar y garantizar la calidad y el precio de productos, desde la fábrica hasta el comercio. El objetivo era que la renta empresaria fuera una retribución justa a la inversión del capital y no producto de la confusión y los abusos de posición dominante dada por la asimetría de la información.

Por esto último, el fraude publicitario también fue perseguido. El decreto 7358, de 1949, estipulaba que las propiedades terapéuticas y nutricionales de los alimentos, su calidad y las características que aparecieran en avisos publicitarios debían tener la aprobación del Ministerio de Salud. Por entonces, la compañía publicitaria J. Walter Thompson se quejaba pues en los avisos no se podía afirmar que un producto era “el mejor” o “el único” hasta tanto el Estado constatara esas afirmaciones.

Toda esta batería de medidas iba acompañada de campañas gubernamentales dirigidas al trabajador-consumidor y su familia. A lo largo de toda la década, el acceso obrero a bienes y servicios hasta entonces inalcanzables fue comunicado como parte de una nueva Argentina, una más inclusiva, en la que un mayor consumo era una dimensión central de la nueva ciudadanía; una dimensión que generaba derechos pero también deberes.

En síntesis, el consumo popular y su contraparte institucional, la defensa del consumidor, fueron el complemento ordenador de una política de ingresos expansiva que incorporaba veloz y masivamente a los trabajadores al mercado. No obstante la habitual simplificación historiográfica, no fue el precio final de los bienes y servicios el principal objetivo de la política estatal en la materia. El desarrollo de capacidades públicas para la regulación y el control de la calidad, el envasado, la publicidad y el etiquetado, entre otros aspectos, constituyeron la argamasa de un contrato social entre ciudadanos-empresarios y ciudadanos-trabajadores/consumidores, que en definitiva aceitaba y era sumamente funcional al proceso de redistribución de la renta que se producía en aquellos años.

* Politólogo.

** Historiador.

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