ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
El mensajero instantáneo de telefonía móvil WhatsApp fue comprado esta semana por la dueña de la red social Facebook en 19 mil millones de dólares. Las opiniones inmediatamente publicadas fueron de dos tipos. Un grupo se ocupó de la sumatoria de razones técnicas del éxito de la firma absorbida, una oportunidad para hablar de las tendencias de las tecnologías de la información y las comunicaciones, sector que en la economía estadounidense representa el nuevo “El Dorado”, pero con ubicación concreta en Silicon Valley. El segundo grupo de análisis fue más predecible y hasta divertido: la exaltación de la persistencia del sueño americano, pero de nuevo cuño. En rigor, y esto no lo remarcaron los analistas, ya no se trata del sueño del capitalismo competitivo sino del oligopólico: cada venta o fusión es un nuevo hito de concentración económica en el mercado más dinámico de la economía mundial. En el novel escenario, el ideal no consiste en fundar una empresa para hacerla crecer hasta convertirla en una de las principales de su sector sino en fundarla para que, en algún momento, sea comprada por una de las líderes. La competencia, en todo caso, ya no pasa por ser la mejor para prevalecer sino para ser comprada. Y, tratándose de Internet, a cifras inconcebibles que no guardan relación alguna con ganancias reales del presente o del futuro inmediato sino apenas con una gran promesa: millones de usuarios que no pagan, pero que tienen en común ser consumidores potenciales. El riesgo de realización es altísimo. Luego, las puntas de la secuencia del negocio parecen increíbles. En el principio existe sólo una idea genial y en el final esperan decenas de miles de millones de dólares. El sueño americano del hombre hecho a sí mismo puede cambiar de forma, pero permanece intacto.
Bien mirada, la historia es vieja, prácticamente un remix contemporáneo de los cuentos de hadas medievales, la posibilidad del sapo de convertirse en príncipe. Dice así: un niño ucraniano pobre, en este caso Jan Koum, desconocido por la mayoría de los no iniciados y uno de los propietarios de WhatsApp, emigra con su familia a la metrópoli del capitalismo desde una ex república soviética que, para colmo, en los mismos días de su coronación, vive un baño de sangre producto de la represión política. Atento Hollywood. Llega con su familia a la tierra prometida, donde hasta recibe por un tiempo ayuda social estatal; eso que la clase media argentina definiría como “vivir de los planes”. Pero, contra viento y marea, el hijo consigue progresar y trabaja para firmas como Yahoo! No termina sus estudios de grado, porque en una sociedad laboriosa cuentan más los resultados inmediatos. Luego se aburre y busca empleo en otra de las empresas top del sector, la mismísima Facebook, donde, ironías de la trama, no pasa la primera entrevista. Entonces, como está en América, funda junto a un socio su propia compañía, casi de casualidad y a partir de una sola idea genial capaz de interpretar el mundo que lo rodea. Y colorín colorado, gracias a una sociedad extremadamente meritocrática y al puro empuje individual, el muchacho pobre de la periferia del mundo se convierte en un megamillonario de la metrópoli.
Como ya se planteó en este espacio tras la muerte de Steve Jobs, el mítico fundador de Apple, la pregunta es por qué no existen aquí historias como las de Jan Koum o el propio Jobs. Argentina también es un país cuya cultura e idiosincrasia, su propia historia, fue moldeada por los grandes flujos migratorios europeos de la primeras décadas del siglo XX, esos a quienes la oligarquía local denominaba gentilmente “la chusma ultramarina”. Los inmigrantes llevan en sí la naturaleza del emprendedor. Son individuos capaces de abandonar la seguridad de sus entornos inmediatos para apostar por una vida mejor. Aportan el espíritu de progreso y la creación de una sociedad con movilidad social ascendente. Este ascenso fue una realidad muy concreta durante casi todo el siglo XX. No hace falta retroceder muchas generaciones para encontrar pobreza entre los antepasados de buena parte de las clases dominantes locales, una diferencia con la mayoría de los países de la región, donde los ancestros de las elites se remontan a la época de la colonia.
¿Dónde está, entonces, la limitación que impide la presencia local de casos como los de Koum? Puestos a ensayar respuestas, una posibilidad es que no existen aquí capitales que apuesten en las aventuras de emprendedores e innovadores. Otras podrían ser el tamaño de los mercados, aunque Internet sea global, o bien las condiciones que reclama la ortodoxia, como estabilidad macroeconómica absoluta, alta movilidad de la mano de obra o incluso seguridad jurídica. Sin embargo, todas estas respuestas quedan en el vacío cuando se descubre que las grandes firmas de Internet, esas que cada tanto sorprenden con adquisiciones y fusiones fabulosas, se concentran en Estados Unidos y no en otros países desarrollados. La respuesta, entonces, no debe buscarse en las limitaciones locales sino en las condiciones económicas propias de la metrópoli. Sólo un detalle para comenzar a pensar: la familia de Koum no se mudó de los alrededores de Kiev a Nueva York sino a California, más precisamente al Silicon Valley
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