ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
En economía hay temas que en determinados momentos históricos y sociales son tabú, cuestiones en las que la culpabilidad no admite dudas. Dos ejemplos contundentes: las inferioridades morales de los deudores morosos respecto de los acreedores y de quienes operan en la informalidad respecto de los formales.
Hablando de deudores, el “perdona nuestras deudas” fue eliminado hasta del Padrenuestro. Pagar las acreencias es un imperativo constitutivo del orden capitalista. La justeza de las deudas no está abierta a discusión, aunque al deudor puedan exigírsele sacrificios absurdos. El eco shakespeareano resuena: “Nadie te obligó a aceptar pagar con una libra de tu propia carne”. Finalmente, hasta el siglo XIX se mantenía la “prisión por deudas”, pena tempranamente abolida en la Argentina por la Asamblea del año XIII.
El segundo caso, la informalidad, parece moralmente más complejo y, desde una perspectiva estrictamente capitalista, un deber menos absoluto. En el medio están los impuestos, pilar constitutivo del Estado, no del capital, aunque entre ambos abunden los puntos de contacto. Pero a pesar del deber ser, una economía que opere ciento por ciento en la formalidad es un ideal difícil de alcanzar, más aún si para ello pretende emplearse una única y providencial medida económica. Un ejemplo histórico fue el “corralito” instaurado sobre el final del gobierno de la Alianza radical-liberal que, antes de la debacle definitiva del gobierno tras las matanzas del 19 y 20 de diciembre de 2001, se impuso como estrategia para salvar a los bancos de una segura corrida frente a la crisis inminente. Pero mientras duró, el corralito funcionó como una medida de bancarización forzada. Las transacciones sólo podían hacerse entre cuentas bancarias sin la intermediación del papel moneda. En virtud de la política monetaria hipercontractiva que lo precedió, obligada por el mantenimiento del régimen de convertibilidad en un escenario de escasez de dólares, el circulante ya venía raleado, tanto que las provincias tuvieron que recurrir a la emisión de cuasimonedas para poder cumplir con sus compromisos más elementales. El resultado del corralito sobre esta realidad fue previsiblemente desastroso para las economías informales, lo que profundizó el parate acelerando el malestar social y la crisis. Es difícil no encontrar una continuidad entre el corralito y la represión del 19 y 20.
Recordar sucesos de hace casi tres lustros no es un ejercicio histórico orientado a que las nuevas generaciones eviten votar personajes repetidos de los que la prensa hegemónica borra antecedentes. Sería una tarea recomendable, pero la informalidad no es historia y estuvo muy presente esta semana en el debate público. En uno de los capítulos, un economista que casualmente secundó a Domingo Cavallo en 2001 como secretario de Política Económica, el actual diputado macrista Federico Sturzenegger, bajó la apuesta de quienes proponen la impresión de billetes de 500 pesos. No sólo propuso no emitirlos, sino que presentó casi como un ideal, un poco en serio, un poco en broma, eliminar también los billetes de alta denominación actualmente en circulación, como los de 100 pesos. Al margen de su desarrollo, el argumento central de la propuesta era muy simple: los billetes grandes sólo facilitan las transacciones de la economía informal, pues las operaciones de altos montos “legales” se hacen ya completamente por vía bancaria. La medida parece atractiva, pero adolece de una limitación; no tiene nada que ver con el funcionamiento real de la economía. No sólo por la importante dimensión de la economía negra, sino también por la inmensa economía gris que habita en la mayoría de las empresas. Un ortodoxo espabilado como Sturzenegger no tardaría en escribir una columna sobre el carácter inflacionario de la formalización forzada, pues las estructuras de costos de muchas cadenas de valor se dispararían.
Por su propia naturaleza, la economía informal no se mide directamente, no hay números seguros de cuál es el porcentaje del PIB que circula al margen del control de la AFIP. Seguramente supera los dos dígitos y no precisamente los primeros de la escala. Es loable inducir mayores niveles de formalidad, pero forzarlos, como lo demostró el caso extremo del corralito, puede conducir al parate económico y afectar los ingresos cotidianos de miles de personas. Esto lleva al segundo capítulo de la semana en materia de informalidad: las topadoras destruyendo miles de puestos irregulares de la feria La Salada. En principio, si se toman las denuncias de ONG que se ocupan del tema trata, alrededor de medio millón serían las personas vinculadas con esta feria, donde el poco de economía en blanco que existe convive con un escaso gris y un inmenso negro. De este medio millón, 300 mil personas trabajarían en alrededor de 30 mil pequeños talleres clandestinos, buena parte de ellas en condiciones cercanas a la trata. Si es correcta la cifra de 7 mil puestos desmantelados esta semana y se presume un mínimo de dos familias vinculadas con cada uno, ello quiere decir que unas 50 mil personas se quedaron sin ingresos. ¿Qué harán mañana lunes? En toda economía informal hay una cadena de negocios sumergida, la producción, la distribución, quienes alquilan los puestos, quienes los mantienen, quienes aportan la “seguridad”. Quizá no sea el más deseable de los mundos, pero sus problemas, los de las personas que lo integran, no se resolverán con el simple procedimiento de negar su existencia.
¿Por qué existe La Salada? Un trabajo realizado por el INTI cuando era conducido por el actual titular del Instituto para la Producción Popular del Movimiento Evita, Enrique Martínez, demostró que incluso formalizando la totalidad de las operaciones de la feria, el valor de la indumentaria pagado por los consumidores sería al menos un 40 por ciento más barato que en los comercios tradicionales y shoppings. Parecen precios que se cuidan solos.
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