ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Los subsidios universales siempre acarrean alguna injusticia. Precisamente por su carácter universal, suelen llegar marginalmente a quienes no deberían recibirlos. Las desviaciones indignan con facilidad y son una excusa para atacar al todo, una treta conocida del neoliberalismo aquí y en el mundo. Ejemplo típico: “Los subsidios permiten que en los countries calefaccionen las piletas”. Sin embargo, los subsidios a la energía, que de ellos se habla, no son una idea siniestra de funcionarios ricos para bajar los costos de los servicios en barrios exclusivos, sino algo muy distinto. Sus efectos económicos son dobles. Para las empresas, la energía barata mejora la ecuación de costos, y por lo tanto la competitividad, y para las familias liberan recursos que, generalmente, retroalimentan el consumo. Los efectos macroeconómicos combinados son evidentes. La contracara es que a partir de determinado nivel, en función del volumen de producción y el nivel de demanda, pueden ser deficitarios para el erario. En tanto el déficit sea en moneda local no es un problema mayor, pues una de las tareas del Estado es inyectar recursos al sistema económico. No cualquier déficit es malo por definición. Las dificultades aparecen cuando, como en el presente, el déficit también se vuelve externo. La decisión política de subsidiar la producción y el consumo de energía apuntaló el crecimiento durante una década, funcionó como mecanismo de redistribución de la renta energética, pero también comenzó a generar “indirectamente” un desbalance en divisas, lo que demandó correcciones; un proceso que ya está en marcha. Vale destacar que este déficit externo no fue una consecuencia directa de la política de subsidios, sino de otras áreas más dudosas de la política energética.
Para el neoliberalismo, en cambio, el problema es siempre contable y pasa en todo contexto por reducir el gasto bajo el objetivo mayor de tener un Estado con menor peso en el PIB y en las decisiones de producción. La demanda perentoria, entonces, es eliminar todos los subsidios, pero la argumentación no es siempre inmediatamente tosca. Si se rompe el corralito y se recorren sus papers, pueden encontrarse algunos razonamientos asombrosos. En su reciente Documento de Trabajo N122: “Subsidios a la energía, devaluación y precios”, la ultraliberal FIEL recopila visiones y realiza algunos cálculos que vale la pena repasar. Allí se lee, por ejemplo, que “en particular en economías en desarrollo” los subsidios a la energía provocan transferencias en favor de “empresas capital intensivas en países desarrollados” a la vez que “afectan negativamente el crecimiento y el empleo, implican transferencias regresivas y retardan el movimiento hacia bajas emisiones de gases de efecto invernadero”. Nótese que la crítica entraña una suerte de neoprogresismo liberal preocupado ahora tanto por las transferencias hacia los países centrales, como por la distribución del ingreso y el daño ambiental.
A la hora de argumentar no parece haber prejuicios. ¿Duran Barba estará asesorando a FIEL? No tanto, los efectos citados serían el resultado de un mal extendido en muchos países latinoamericanos y en Argentina en particular: el “populismo energético”. La idea se basa en una analogía primordial: el consumidor de energía como votante. Las transferencias al consumidor-votante mejoran instantáneamente su bienestar ganando su voluntad, pero son insostenibles en el largo plazo; la raíz misma del populismo. Ello es por una doble razón, porque conducen al déficit presupuestario y porque serían parcialmente pagados por las empresas proveedoras, caso que presupone tarifas por debajo o cercanas a los costos, lo que traslada las inversiones de reposición hacia el futuro y acumula desequilibrios finalmente carísimos. Como en todo proceso de ajuste de mercados particulares, el embate sólo es resistido por las firmas tradicionales y con más espaldas. Las consecuencias macroeconómicas, en tanto, son todas las derivables de los déficit provocados. Se regresa así al mundo conocido y a las bibliotecas separadas.
Superada la argumentación, el trabajo de FIEL avanza con los números, mejor dicho “el número”. En economía hay múltiples situaciones en las que es más fácil entrar que salir. Así como subsidiar bajó costos y aumentó el ingreso disponible, dejar de hacerlo provoca el efecto contrario, tiene costos económicos y sociales en términos de aumentos de precios y caída del consumo energético. Luego de unas 30 páginas de supuestos, parámetros y ecuaciones, el trabajo de FIEL llega finalmente a un número-conclusión, que bien podría ser otro alterando cualquiera de los supuestos empleados, pero un número al fin: ajustar las tarifas para eliminar el déficit generado por los subsidios energéticos en las cuentas públicas provocaría alrededor de 11 puntos de inflación. Aunque esperable, el resultado preocupa al autor: “El argumento de que el efecto de estabilización fiscal de una reducción de subsidios va a dominar en el corto plazo no se verifica”. Pero no es sólo la inflación, sino también la caída del consumo inherente a los mayores precios. En palabras de FIEL: “Este resultado es sensible a algunos efectos, como el tamaño de reducción del consumo luego del aumento de precios”. El escenario podría complicarse todavía más en caso de una (segura) devaluación, caso en que los precios de los servicios deberían subir más que proporcionalmente, y el consecuente ajuste de salarios. La sumatoria podría llevar directamente a “un shock inflacionario” que demandaría “una operación de estabilización fiscal más amplia para controlar la inflación que concentrarse sólo en eliminar los subsidios a la energía”. No se puede negar la honestidad intelectual. Más cuando el autor no es ningún Talibán y sugiere opciones intermedias, como la posibilidad de una reforma gradual que arbitre “mecanismos de ajuste que suavicen los aumentos en el corto plazo hasta tanto se consolide una estabilización más definida”.
La síntesis del trabajo de FIEL oscila así entre la esterilidad epistemológica y el rocanrol de fogón: 30 páginas de ecuaciones para decir cualitativamente lo que cabe en media carilla y cantar una que ya sabían todos.
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