ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Hay temas recurrentes en la economía a los que siempre vale la pena regresar, al menos para evitar que, por tedio, quede resonando solamente la voz de los más poderosos e interesados. Uno de estos temas son las “retenciones a las economías regionales”. Cualquier lector no especializado podrá asociar ambas ideas, “retenciones” y “economías regionales”. La unificación no es su culpa, es el resultado del bombardeo mediático. Parece que la única política económica asociada a las distintas regiones son las retenciones y, por extensión, cualquier propuesta de política comienza siempre con su eliminación. No importa la inmensa diversidad de regímenes productivos, estructuras sociales, organización de la producción y mercados de destino que cruzan a los distintos subsistemas regionales, pareciera que el único factor unificador es que el Estado ejerce una “retención” en el momento de la venta al exterior. No importa tampoco si el exportador recibe o no un reintegro igual o mayor que la misma retención. La demanda siempre será, para todo tiempo y lugar, eliminar el supuesto “impuesto distorsivo”. Del otro lado del mostrador, quienes escuchan y reproducen las demandas sectoriales no son en general conocedores de las realidades regionales. Incluso suelen residir a miles de kilómetros. En síntesis, todo confluye para que el tema pase sin mayor interpelación. Para los actores del agro nacional, en tanto, la propuesta resulta funcional a sus intereses: eliminar retenciones en las regiones es el caballo de Troya para luego avanzar sobre el conjunto.
A priori podría decirse que estas propuestas nunca surgen del estudio exhaustivo de los subsistemas, sino que son financiadas, directa o indirectamente, por las distintas cámaras empresarias regionales. Pero es innecesario recurrir a estos argumentos ad hominem. En el caso de las cámaras ligadas a la producción primaria la demanda es comprensible. Desde su año cero la principal demanda unificadora del agro fue siempre “recibir el precio pleno”. Así como el reclamo de las asociaciones de trabajadores es el salario, la demanda de las asociaciones empresarias es por todo aquello que interfiere la ganancia, como los impuestos y aranceles.
En el presente, las retenciones cobran actualidad porque economistas ligados a candidatos oficialistas recogieron el guante de las demandas corporativas. Hay antecedentes que los justificarían: frente a pérdidas de competitividad sistémica el propio gobierno se mostró flexible a la eliminación o reducción del arancel en algunos circuitos, como el trigo, e incluso en grandes subsistemas regionales como el lácteo, el citrícola y el de la fruticultura de pepitas. Desde una perspectiva estrictamente macroeconomía ceder en la materia fue comprensible. Las retenciones se reinstauraron tras la crisis de 2001-2002 por razones fundamentalmente cambiarias. Fue cuando el Estado decidió apropiarse parcialmente de la gigantesca transferencia a los exportadores implícita en la gran devaluación iniciada en diciembre de 2001. Sólo en segundo lugar se utilizó el poder del arancel para equilibrar la estructura productiva, aplicando una alícuota inversamente proporcional a la agregación de valor. Muchísimo más tarde, cuando la ganancia de la devaluación ya se había diluido, las disputas con las organizaciones del agro pampeano de 2008 llevaron al redescubrimiento de las múltiples dimensiones macroeconómicas del tributo. Sotto voce los argumentos eran menos sofisticados, cobrarle al capital exportador vía retenciones era más fácil, y difícil de eludir, que vía Ganancias. Lo concreto es que por razones diversas el salto cambiario que dio origen a la instauración del tributo dejó de existir, lo que habilitaría a reclamar su eliminación. Y mucho más en un marco de contracción de los mercados globales de commodities.
Volviendo a las regiones. El éxito ideológico discursivo de las organizaciones empresarias exportadoras fue sumar en sus reclamos a los productores primarios independientes. Por nivel de ingresos estos productores pertenecen a los sectores medios y medios acomodados de la sociedad, lo que los lleva a identificarse aspiracionalmente con la lógica empresaria y sus valores anti Estado. La idea es que el precio primario es una porción del precio de exportación. Si se aplica una retención sobre el precio FOB, entonces se mocha también el precio primario. Es matemático y parece lógico. También es fácil de entender contablemente, pero realizar esta afirmación supone un desconocimiento absoluto de los procesos de formación de precios primarios y, en particular, de las relaciones de poder que concurren a esta formación. Mal que le pese a la ortodoxia, el poder existe aun en la presunta asepsia de los mercados.
El argumento del precio primario como porción del FOB puede rechazarse por vía fáctica y teórica. Lo fáctico son los resultados: como conocen, por ejemplo, los productores de leche y de frutas, las bajas producidas en las retenciones no se tradujeron nunca en mejoras en los precios recibidos. El problema está en otra parte; en la comercialización. Tomando como ejemplo a la fruticultura, el procedimiento de “primera venta” más común es que el productor primario acuerda un precio de palabra con el comprador, el empacador comercializador, pero “entrega” su fruta en consignación sin saber nada de lo que ocurre con su producción una vez que atraviesa la tranquera de su predio. Aunque el método es una supuesta consignación nunca sabrá dónde se vendió su fruta, cuánta efectivamente, ni a cuánto. El cobro consiste en que el comercializador le entrega mensualmente adelantos que el chacarero destina a sobrevivir y a las tareas culturales de la próxima cosecha, lo que establece relaciones de dependencia. Meses después recibe una “liquidación”; un supuesto valor final con la deducción de todos los costos, impuestos y aranceles, restadas las retenciones, pero sin sumar los reintegros. Incluso abundan los casos en que también se restan retenciones sobre la fruta vendida en el mercado interno. Como se observa, la asimetría de poder e información es absoluta. No hace falta ser economista para predecir los resultados: Los chacareros independientes pasaron de 15.000 hace pocas décadas a menos de 1000. La producción, que tiene dificultades técnicas para funcionar con criterios de escala, se encuentra estancada desde hace 30 años. Pero los chacareros no le reclaman a las empresas que se apropian de su rentabilidad. Fueron adiestrados por los comercializadores y sus medios de comunicación para reclamarle al Estado por los impuestos y aranceles, por el tipo de cambio y por el modelo económico. En otras palabras son funcionales a los reclamos de las empresas exportadoras. Difícil imaginar un ejemplo más acabado de síndrome de Estocolmo. El Estado, en tanto, intervino históricamente subsidiando por hectárea, una forma de sostener con aportes públicos lo que debería financiarse por precios recibidos, en la práctica; una transferencia indirecta al capital comercializador.
Aunque el caso de la fruticultura es paradigmático, estas condiciones de comercialización se reproducen con pocas variantes en el grueso de las economías regionales. Para los productores independientes la solución no es, evidentemente, ni los eternos subsidios ni la baja de retenciones, sino cambiar el sistema de comercialización. El mercado ya demostró que no lo hará por sí mismo. Debe hacerlo el Estado vía regulación de la relación comercial y sistemas de información: trazabilidad comercial, información de precios a lo largo de la cadena y contratos con precio en la primera venta. Un déficit de todos los gobiernos, incluida la actual administración
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