ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
En las últimas semanas, el ministro de Economía, Axel Kicillof, repitió en distintos foros dos conceptos relacionados; que la dicotomía entre Estado y mercado es falsa y que, en realidad, es el Estado quien “crea” los mercados. La primera es una verdad relativa en tanto se trata de una dicotomía realmente existente en las relaciones de poder, el centro del debate político actual. La segunda sintetiza lo que el ministro seguramente quiso destacar; que “no hay mercado sin Estado”. La relación no es sólo teórica, sino un dato del mundo real.
Un ejemplo paradigmático es el mítico Silicon Valley, al que se lo presenta como el resultado de un grupo de innovadores extraordinarios, desde Bill Gates a Steve Jobs, interactuando mancomunadamente con el capital de riesgo, y no como lo que realmente es, un subproducto exitoso del complejo militar industrial estadounidense. Este caso, entre otros, fue estudiado en detalle por la economista italiana Mariana Mazzucato en su texto de 2014 El Estado Emprendedor, en el que pone en cuestión todas las supercherías neoclásicas en materia de innovación y desarrollo. La tesis, implícita en el título del libro, y prolíficamente ejemplificada desde el iPhone a la biotecnología, es que la “fuerza emprendedora” del desarrollo no proviene del mercado, sino del Estado, que es finalmente quien asume las inversiones de riesgo en todos los países capitalistas modernos e impulsa, crea, ramas completas de la economía; desde la microelectrónica a Internet y los Sistemas de Posicionamiento Global (GPS). No quiere decir que el sector privado sea prescindible, sino que es el Estado quien conduce. En términos de Mazzucato, “crea la ola” sobre la que luego se montan las empresas con capacidad de surfear.
El debate que propone la economista, docente de la Universidad de Sussex, ocurre en los países centrales. Es uno de los ricos productos intelectuales emergentes de la imposibilidad neoclásica para explicar la crisis del capitalismo a comienzos del siglo XXI, con su interminable estancamiento. Cuando se piensa desde Argentina, el problema se encuentra en un estadio anterior, no por el menor desarrollo, sino por algo más elemental: la falta de surfistas.
Entre los economistas preocupados por el desarrollo existe un consenso procedimental, basado en la experiencia internacional, que presupone un Estado planificador eligiendo sectores a los que después beneficia. Es el caso de todos los países de industrialización tardía y también de la continuidad en los ya desarrollados. La acción supone, como paso todavía anterior: la definición de los sectores a elegir y de los actores que los liderarán. Para ambos casos el consejo es no empezar de cero, sino tomar lo que ya existe.
El caso local ofrece problemas en ambas dimensiones. Primero, los sectores industriales elegidos en el pasado para ser apoyados por el Estado no consiguieron despegar y están lejos de generar los efectos multiplicadores prometidos; económicos, tecnológicos y de entramados productivos. Se trata fundamentalmente de los complejos automotor y de la electrónica de consumo de Tierra del Fuego. Ambos sectores son un fracaso por una doble razón, el visible déficit externo, con importaciones que aumentan más que proporcionalmente respecto del crecimiento, y porque no logran emanciparse de la continuidad de onerosos regímenes especiales.
Más preocupante es la segunda dimensión: los actores. Una de las tantas malas herencias de un cuarto de siglo de neoliberalismo es que se corre el riesgo de repetir análisis que ya fueron descartados; como la necesidad de una burguesía “nacional”; un colectivo tan variopinto que va de Paolo Roca y Gustavo Grobocopatel a Jorge Brito, Cristiano Rattazzi y Héctor Magnetto. La burguesía local tiene poco de nacional. Sus actividades productivas prácticamente no dependen del ciclo interno y el grueso de sus ventas está en el exterior. A las firmas del grupo Techint, por ejemplo, poco les impacta en su facturación total el crecimiento del mercado interno. El complejo automotor es una plataforma regional, no nacional. El grueso de la producción agraria se vende en otros continentes y depende de la demanda y los precios internacionales. Desde la economía política es totalmente predecible que las demandas de esta burguesía serán de Estado mínimo, no de desarrollo. Y no es un secreto, alcanza con leer las tapas de la mayoría de los diarios para ver los apoyos a los candidatos que garantizan un regreso a la normalidad neoliberal, con políticas en línea con Estados Unidos y los organismos financieros internacionales. Para la burguesía local, el desarrollo significa carga impositiva y menor flexibilidad en los mercados de trabajo.
En un reciente artículo publicado en Le Monde Diplomatique sobre los obstáculos para el cambio estructural, el director de la oficina local de la Cepal, Martín Abeles, sostiene que en el presente no existen mayores disensos en el campo de la economía heterodoxa sobre cómo impulsar una política de desarrollo. La contracara es, precisamente, que fuera de unos pocos ámbitos académicos, no existe una demanda social o de grupos sociales por este desarrollo. Las certezas son, primero, que un crecimiento virtuoso, con inclusión, demanda la diversificación de la estructura productiva con industrialización. Segundo, que desde 2003 existió un aumento importante de la producción industrial, pero sin grandes transformaciones de la matriz tecno-productiva y con persistencia de déficit en el comercio exterior. Tercero, que están definidas las áreas de mayor potencial, entre ellas las de alta tecnología (Invap), pero que todavía “no logran convertirse en una fuerza de cambio endógena”. Cuarto, que a pesar de la existencia de capas geológicas de políticas; se sabe cuáles son las más eficientes para la difusión de capacidades tecnológicas y como impulsarlas institucionalmente. El gran obstáculo es de economía política. La cuestión central, detalla Abeles, remite “a la existencia o no de un actor o coalición social capaz de orientar la agenda estatal en la dirección del desarrollo económico y de sostener esa agenda en el tiempo”. De nuevo, el problema no es el diseño de la agenda ni de equipo de gobierno esclarecido y convencido, sino de “la falta de una demanda privada” de desarrollo.
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