ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Dos debates sobrevuelan los balances provisorios de la nueva política económica. Uno, abundantemente tratado aquí, es el de la intencionalidad del shock provocado. El segundo es su intensidad: hasta cuándo se extenderá el impacto sobre los asalariados y el nivel de actividad. Cuestiones, ambas, altamente correlacionadas.
Los hechos que describen el shock no son interpretaciones y ocurren en planos superpuestos. El dato madre es la fuerte baja del consumo por caída de salarios reales vía devaluación, quita de retenciones a bienes salario, aumento exponencial de tarifas y, como consecuencia predecible, contracción de la actividad. Luego juegan los colaterales subproductos del dogmatismo en la aplicación del programa, en particular la elevada inflación y las altísimas tasas de interés de referencia. Como es tradicional en todos los programas de ajuste, estas medidas se combinaron con aumento del endeudamiento externo, apertura de la economía y ajuste del gasto del sector público. Aunque esto último con poco éxito, pues se privilegiaron las transferencias al capital y el erario no mejoró su balance.
Se trata, sin que falte ninguno de sus componentes, de una acelerada restauración neoliberal que, vista en perspectiva histórica, presenta como dato nuevo una alteración en la secuencia de aplicación. En las experiencias del pasado el shock ocurría siempre antes de la asunción del nuevo gobierno y era la explicación central de la derrota de quien abandonaba el poder. El ajuste clásico emergente se legitimaba como salvador de la crisis heredada por el populismo. Hoy, a pesar del esfuerzo mediático por atribuir el descalabro económico a los problemas del pasado, el shock fue inducido por el nuevo gobierno. Así lo indica la lectura desapasionada de la suma de indicadores relevantes realmente heredados: desempleo en torno a los 6 puntos, constante mejora promedio de la distribución del ingreso en favor de los asalariados, bajísima relación deuda externa/PIB y crecimiento por encima de los dos puntos del Producto, con el dato extra del sector agropecuario creciendo al 6 por ciento y a pesar del contexto de recesión regional y freno global.
No era el paraíso. Comenzaban a aparecer los problemas, no previstos suficientemente, de la transición del crecimiento al desarrollo, los que en la superficie se manifestaban con la aparición o proximidad de la restricción externa y sus tensiones. Pero, cabe insistir, eran problemas de crecimiento. En la misma línea, también comenzaba a sentirse la limitación de la potencia de la alianza de clases necesaria para provocar las rupturas, internas y externas, que se requieren para transformar la estructura productiva. Muchas de estas fracciones de clases, como asalariados de altos ingresos preocupados por Ganancias y empresarios Pyme, deben preguntarse hoy si no erraron el análisis de las causas de sus condiciones objetivas.
Frente a la inexistencia, entonces, de una situación de crisis al momento de asumir la nueva administración la provocó. El ajuste inducido era completamente innecesario en los términos de los problemas a resolver para continuar hacia el desarrollo. Lo que se generó en estos cinco meses, al margen de cómo quiera legitimárselo, fue un simple cambio en la distribución del ingreso entre el capital y el trabajo. Los resultados no son consecuencias indeseadas, sino parte central del credo de la ortodoxia, corriente de pensamiento económico que mira la economía “por el lado de la oferta”, es decir; que considera que para crecer es necesario mejorar la ecuación de rentabilidad de las empresas. En esta particular versión de la ecuación, los salarios, las condiciones de vida de los trabajadores, sólo son un costo más. Esta corriente, cuyos fundamentos se remontan al siglo XIX y a autores como León Walras, se contrapone con el pensamiento generado en el siglo XX a partir de economistas K, como John M. Keynes y Michal Kalecki, y sus discípulos, quienes enfatizaron que el impulso del crecimiento surgía de la demanda. Esto no significaba desentenderse de las condiciones de la oferta, sino comprender cuáles son los motores reales que conducen el crecimiento. Se trata también, por supuesto, de economía “política”, es decir; de un posicionamiento en la puja por la distribución del valor agregado en la producción entre el capital y el trabajo, distribución que no resulta solamente de la interacción de las fuerzas del mercado, sino principalmente de la voluntad política. Por ejemplo: la voluntad de sostener el consumo es una decisión política que supone altos salarios e inclusión.
El segundo debate es hasta cuándo continuará el avance de la regresión distributiva y su principal efecto en la economía real, la contracción de la actividad. Tanto los voceros gubernamentales y los economistas que dan letra, como los medios que los reproducen y legitiman, sostienen otro clásico histórico: “hay que pasar el invierno”. La idea es la de siempre, tras el ajuste sacrificial de los salarios llegará la bonanza, pero ahora no prevalecería el consumo, que hasta el año pasado era más del 70 por ciento de la demanda agregada, sino la inversión, que rondaba el 20. Los números para impulsar la demanda no dan, pero recordando que se quiere mejorar la oferta sigamos la lógica.
Aquí aparecen dos argumentos. El primero es que el cambio de condiciones hacia una macroeconomía más “amistosa con los mercados” transformó el clima de negocios lo que, superado el mal trago de la estabilización, dará lugar a un impulso inversor no sólo de capitales locales, sino globales, también un resultado de los buenos modales, ya que “el mundo”, tras la sumisión al fallo buitre, habría vuelto a confiar en el país. El segundo argumento es el más asible. Pronto comenzará a operar el tramo positivo del ciclo anual de las paritarias, es decir, luego de la caída de ingresos producto de una inflación de más de 20 puntos desde noviembre, los trabajadores comenzarán a cobrar los “salarios nuevos” y ello redundará en una reactivación del consumo.
Los dos argumentos presentan reparos. En materia de inversiones conviene recordar que a pesar del ajuste la estabilidad macroeconómica todavía no fue alcanzada y que los proyectos de la economía real deberán competir con alternativas financieras suculentas. En segundo lugar y desde una perspectiva teórica, las decisiones de inversión son procíclicas y dependen de la seguridad de contar con mercados pujantes, lo que no existe en el contexto contractivo local y regional. La inversión pública en construcción e infraestructura puede funcionar como contratendencia parcial, pero hay que esperar los datos. En cuanto a los salarios nuevos los ajustes conseguidos en paritarias se encuentran, en promedio, abrumadoramente por debajo de la inflación esperada, a lo que se suma el mayor peso presupuestario de las tarifas y, en el margen, el aumento del desempleo. La síntesis provisoria, entonces, es que la mejor proyección para la supuesta recuperación del segundo semestre es una desaceleración de la caída de la actividad, pero, salvo datos nuevos, de ningún modo recuperación del crecimiento. La segunda pregunta, entonces, queda sin responder: hasta cuándo durará la contracción con distribución regresiva.
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