ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Existe una lectura de los acontecimientos económicos según la cual los malos indicadores que abruman el presente de las mayorías populares serían el resultado de errores de implementación o falta de pericia técnica de sus ejecutores, quienes estarían más familiarizados con el manejo de grandes empresas que con los arcanos del funcionamiento de la burocracia estatal.
Tratándose de una fuerza conservadora que construyó una alternativa capaz de llegar al poder por fuera de los partidos tradicionales y como una alternativa superadora la subestimación parece improcedente, como quizá también lo sea la sobreestimación por la misma razón. Se puede opinar variado sobre la Alianza PRO, pero lo que no se puede decir es que no tienen plan o que saltan de error en error. Luego, a diferencia de sus primos hermanos de la Alianza radical frepasista, a su interior no existen progresistas culposos que, por el peso de la realidad, se ven compelidos a aplicar un ajuste neoliberal en el que no creen. Los integrantes de Cambiemos no sólo tienen un plan, sino que están convencidos plenamente de las medidas que ejecutan y conocen al detalle sus consecuencias, las que en buena medida son parte de los objetivos.
La confusión, en todo caso, no se origina en los problemas de comprensión de las mayorías, sino en el permanente enmascaramiento publicitario de todas y cada una de las acciones de gobierno: la devaluación fue liberación, la inflación sinceramiento, el avance sobre los fondos de la Anses reparación histórica, y así. Todo ello fundado en la estafa electoral que sirvió de punto de partida. Estafa en un sentido muy preciso: se mandó a callar a todos los economistas de la fuerza y, con plena complicidad mediática, se mintió a sabiendas sobre ajuste, devaluación, tarifas, derechos, empleo, planes de vivienda, etc.
El plan económico del gobierno, entonces, es deliberado y basado en creencias sobre el funcionamiento de la economía. Sus objetivos, ocultados en la campaña electoral, fueron explicitados en los primeros meses de gobierno y son centralmente dos: aumentar la rentabilidad empresaria y abrir la economía, es decir; transformar la estructura de distribución del ingreso y de inserción internacional.
El primer mensaje sin ambigüedades provino del ministro Alfonso Prat Gay, encargado de advertir a los trabajadores sobre la importancia de cuidar el empleo versus la magnitud de los salarios. No fue un simple apriete al comienzo de las paritarias. El nivel de salarios es una relación de poder entre empresarios y trabajadores. Su variable clave es el nivel de empleo. Hasta ahora se destruyeron más de 140 mil puestos de trabajo registrado, lo que proyectando informales escala hasta alrededor de 400 mil empleos menos. La tasa de desempleo ya se encuentra cerca del 10 por ciento y comienzan a verificarse fenómenos típicos como terceros miembros de hogares demandando trabajo, lo que se refleja en los aumentos de la participación de las mujeres en las tasas de actividad. En paralelo, los cálculos de pérdida global de la capacidad de compra de los salarios oscilan, según distintas consultoras, entre el 7 y el 10 por ciento. La suba del desempleo con caída del poder adquisitivo supone, invariable y matemáticamente, el aumento de la pobreza, pero también de la rentabilidad empresaria, precisamente uno de los dos objetivos centrales perseguidos. Esto es la puja por la distribución del ingreso: cómo se reparte el valor generado en la producción entre el capital y el trabajo, un proceso distinto a la redistribución de la riqueza, que supone operar sobre stocks y no sobre flujos.
El segundo objetivo, sintetizado en la expresión “abrir la economía” o en “volver al mundo”, también resulta de una relación de poder que demanda indagar en los intereses de las clases que conducen el capitalismo argentino. Se trata de un fenómeno estudiado por algunos economistas pero que no fue incorporado todavía al debate político. Durante los años ‘90 se produjo un cambio estructural en la conducción de las 500 principales empresas del país: un proceso de extranjerización. Redondeando números: si a comienzos de los ‘90 el 20 por ciento de las empresas de la cúpula eran extranjeras, a comienzos de los 2000 la proporción se había invertido. Dicho de otra manera: la conducción del capitalismo argentino en la realidad cotidiana de la producción es ejercida de hecho por firmas mayoritariamente extranjeras, las famosas multinacionales. Sería un grave error de análisis no incluir este dato como una de las limitaciones que debió enfrentar a partir de 2003 el Estado neodesarrollista, lo que a su vez se encuentra en la raíz del nuevo cambio de régimen. Buena parte de estas empresas transnacionales estaban muy disgustadas por la pérdida en la puja distributiva, por las limitaciones a las importaciones y, especialmente, por las condiciones al giro de utilidades emergente de las restricciones cambiarias. El nuevo orden macroeconómico, en cambio, quitó aranceles y liberó progresiva y casi completamente las barreras al ingreso y salida de capitales, a la vez que, vía endeudamiento, proveyó los dólares necesarios para la fuga. Si el subproducto de la recomposición de la rentabilidad empresaria es la pobreza, el subproducto de abrir la economía es la destrucción de sectores productivos en los que no se concentraron las firmas globales.
Luego vienen las creencias. Así como los economistas heterodoxos están convencidos de la necesidad de poner plata en el bolsillo de los trabajadores para que, vía aumento de la demanda, eso se traduzca en aumentos de la producción, lo que en paralelo requiere una planificación para la transformación de la estructura productiva a fin de evitar que en el largo plazo la restricción llegue por la falta de divisas, los economistas ortodoxos creen que para aumentar la producción es necesario aumentar la rentabilidad de las empresas, lo que a su vez supone dos cosas: eliminar cualquier restricción de importaciones o de giro de utilidades y mejorar las condiciones de financiamiento en divisas. Al salario, los aumentos le llegarían por mejora de calidad del empleo y derrame. En el mundo aséptico de las ideas, parecería que todos persiguen el crecimiento y el desarrollo por distintas vías. Las diferencias ocurren en el mundo real. No da lo mismo enfatizar el bienestar inmediato de los trabajadores que la rentabilidad inmediata de las empresas. Mucho menos en el largo plazo. Esto es, y no otra cosa, “el gobierno de los ricos”.
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