E-CASH DE LECTORES
A través de este relato quiero poner en público conocimiento lo que está pasando en los hogares de muchas familias del interior cerca de campos donde se aplican agrotóxicos. Vivíamos con mi marido y con mis hijas en una quinta de dos hectáreas en Lobería, a 4 kilómetros del centro geográfico del pueblo (cinco minutos por asfalto). La casa estaba ubicada en una esquina alta del predio, a 10 metros de uno de sus alambrados perimetrales y a 5 metros del otro alambrado, donde daba la ventana de la habitación de mis hijas. Todo lo que rodeaba mi propiedad era un campo agrícola de soja/trigo (la dupla que se hizo los tres años y medio que estuve allí). Una mañana un ruido que no conocía me hizo temblar de miedo en la cocina y una sombra tapó temporalmente la luz que entraba por la ventana. Al asomarme vi con asombro cómo sobre el borde del alambre más cercano bajaba una avioneta y despedía una nube. Corrí a cerrar ventanas y puertas tratando de que el olor insoportable e irritante no llegara al interior de mi casa y a mi hijita de 3 años que, asustada, me miraba ir y venir. Estuve averiguando si podía reclamar que se cumpliera con los límites de fumigación, pero la respuesta de profesionales y amigos fue: “no te van a dar bola”. Otro día me sorprende otro ruido que con el tiempo se haría muy familiar: el motor de una “mosquito” que justo daba la vuelta sobre el alambrado y seguía a lo largo del otro. Salí corriendo a descolgar las sábanas y toallas, pero no fue suficiente, tuve que volver a lavarlas por el olor penetrante a producto tóxico que tenían. Nuestra fuente de agua era un molino ubicado al lado de mi casa entre los dos alambrados. Cuando llovía luego de una aplicación, no podíamos usar el agua por el “olor fuerte” que tenía. La peor experiencia ocurrió en este último verano cuando disfrutábamos de un asado afuera con visitas del Sur. Eramos seis adultos y tres nenas de 5, 3 y 1 año. Era un día con viento, por lo que supusimos que no tendríamos “problema” para disfrutar de mi casa y su entorno. Pero en mitad del almuerzo una mosquito vino a toda velocidad a aplicar sus venenos sobre el alambre a pocos metros de donde comíamos. La reacción fue entrar a las nenas, la mesa, la comida. Uno de mis invitados salió a gritarle al aplicador: “¡¿Qué hacés, no ves que estamos comiendo?!”. El aplicador le respondió que el patrón lo había mandado. Yo agregué: “Pero con este viento pierden plata, se vuela todo”. Y respondió: “Yo no sé, me mandaron”. Cuando entramos a casa mi amigo se quebró y me dijo: “vos no podés vivir así”. Hasta encontré un bidón de glifosato al costado de mi lumbricario, con lo cual supuse que no sólo no importaba si vivía alguien allí sino que además era un buen lugar para tirar “sus deshechos”. En charlas con un veterinario de muchos años (docente de la escuela agrotécnica y muy respetado por la comunidad), me decía que le llamaba mucho la atención el aumento de cáncer en bovinos detectados por él en los últimos años; todos relacionados con campos donde se usaba glifosato. En ese momento decidimos con mi marido sacar a nuestras hijas de allí, y olvidarnos de que crezcan en la ruralidad, de hacerlas amantes de los pájaros que llenaban nuestros árboles; y olvidar también los proyectos productivos propios. Pudimos en pocos meses mudarnos a una ciudad, encontrar trabajo y escuela, y poner en venta la casa. Pero así como nosotros tenemos la suerte de poder hacerlo, hay miles que no tienen alternativas y deben quedarse y exponerse al desprecio por sus vidas, por sus hijos y sus hogares, además de la contaminación y de las enfermedades consecuentes.
Ing. en Prod. Agropecuaria
María José Cés
MN 00991
DNI 24.881.962
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