Dom 20.05.2007
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CONTADO

Engendro ferroviario

› Por Marcelo Zlotogwiazda

En la Defensoría del Pueblo de la Nación, en la Auditoría General de la Nación y en la Comisión Nacional de Regulación del Transporte hay abundante evidencia sobre deficiencias de todo tipo que han cometido las concesionarias de trenes, y la empresa Metropolitano del grupo Taselli en particular. Pero el descalabro al que ha llegado el servicio tiene causas que trascienden la mezquindad y responsabilidad de empresas merecidamente denostadas. La acumulación de malestar y bronca de los usuarios que el martes estalló violentamente en Constitución es consecuencia de un esquema que se ha ido desvirtuando en forma creciente y que ya no da para más. Tal como está desde hace como mínimo cinco años, el servicio no es privado ni estatal, y la forma mixta que asume es un híbrido que no aprovecha ni las ventajas que tiene la iniciativa privada ni las de un sistema público.

Se supone que las ventajas de un emprendimiento privado derivan de que el afán de lucro incita a aumentar la productividad para bajar costos, y a mejorar precio y calidad para ganar mercado. No es lo que sucede con el negocio ferroviario. En primer lugar, porque ni la decisión ni el financiamiento de la inversión, que es la determinante de fondo de la productividad, está en manos de los concesionarios sino que depende de fondos públicos y voluntades políticas. Así fue previsto en el modelo original de privatización, que delegó en las empresas la administración de un servicio que tenía como atractivo la ganancia a obtener como consecuencia de mejoras en la gestión y de inversiones y tarifas que el Estado iba a definir razonablemente.

Si de por sí era un esquema intrincado, al poco tiempo comenzó a desvirtuarse más. Ya durante la convertibilidad hubo múltiples renegociaciones con reclamos cruzados por incumplimiento privado de mejoras comprometidas, y por falta de inversión y adecuación tarifaria por parte del Estado.

La desnaturalización mayor llegó con la crisis. Primero fue el congelamiento tarifario que se arrastra desde marzo de 2001; una medida sin duda imprescindible para entonces, y justificable incluso ahora. Pero disponer de tarifas que son la mitad que las de Chile, un tercio que las de San Pablo o una quinta parte que las de varios países del Primer Mundo, requirió de compensaciones crecientes por parte del Estado que rondan los 500 millones de pesos anuales. La distorsión llegó a tal punto que para las empresas el subsidio por tarifa duplica los ingresos por boletería, y equivalen a casi todo el costo laboral. Es lógico que para los concesionarios resulte más importante la relación con los funcionarios que definen cuánto es la compensación, que la atención a sus clientes. Tan mezclada está la hacienda que quien verdaderamente negocia paritarias con los gremios no son las empresas sino la Secretaría de Transporte, que es la que en definitiva asume el mayor costo laboral elevando el subsidio compensatorio.

La desnaturalización continuó con el decreto de emergencia ferroviaria 2075 que firmó Eduardo Duhalde en 2002, suspendiendo por falta de recursos casi todas las inversiones, incluso algunas que estaban en ejecución. La desinversión se prolongó más de dos años, y fue recuperándose de a poco hasta alcanzar insuficientes 800 millones de pesos el año pasado, que a juzgar por lo que se lleva invertido en el primer trimestre de 2007 es una magnitud que se repetirá este año. Hay que tener en cuenta, además, que buena parte de las inversiones que se reanudaron hace dos o tres años todavía no están operativas. Es obvio que ese bache de equipamiento y modernización se sufre de manera creciente a medida que el volumen de pasajeros se va acercando a los niveles que tenía antes de que comenzara la recesión a mediados de 1998. No es cierto lo que dijo el Presidente respecto de que en los ’90 no había quejas porque la falta de trabajo hacía que la gente no viajara. En el pico de la convertibilidad hubo más pasajeros que ahora.

Una pregunta incómoda: sin quitarle responsabilidad por mala gestión a los concesionarios, ¿cuánto es el margen que tiene el Gobierno para exigirles mejor servicio si la desinversión fue decisión estatal? Kirchner cree que tiene todo el derecho de “darle una patada a los sinvergüenzas que no hacen las inversiones”.

Más allá de que las desvergüenzas son compartidas, el interrogante que queda abierto no sólo es si les dará o no una patada. Porque puede ocurrir que como ya hizo con la línea San Martín que también tenía a Taselli como concesionario, rescinda el contrato del Roca pero sin estatizarlo sino cediéndoselo a los otros concesionarios. No es que el Gobierno le tenga alergia a la reestatización de servicios públicos, como ya demostró con el Correo o con Aguas Argentinas. Pero pareciera que en ferrocarriles más vale amortiguar el problema con un potencial chivo expiatorio en el medio.

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