DEBATE › COMERCIO EXTERIOR Y TIPO DE CAMBIO
La estructura productiva del país tiene productividades relativas muy diferentes entre sectores, que hace que no haya un valor único del tipo de cambio que haga igualmente rentable a todos ellos.
› Por Daniel E. Novak *
En los últimos años se ha vuelto a hablar de restricción externa en Argentina. El síntoma más evidente de este fenómeno es la escasez de divisas que surge luego de un período de fuerte crecimiento económico.
La ortodoxia económica suele atribuirla a las políticas populistas que, por querer repartir lo que no hay, llevan a vivir por encima de las posibilidades productivas del país. Por eso, su principal recomendación es el ajuste recesivo que adecue la demanda interna a esas posibilidades productivas, como si no pudieran incrementarse.
En una nota del 7 de marzo en Página/12, Alfredo Zaiat, analizando la demanda y oferta de divisas, concluía acertadamente que aquélla no se puede satisfacer todo el tiempo sin ningún tipo de restricción. Para apreciar el tema de la restricción externa es preciso centrarse en la principal y más genuina fuente de divisas, que es el comercio internacional.
Es la principal por su magnitud relativa con respecto a las otras fuentes, y genuina porque el endeudamiento externo y/o las inversiones extranjeras directas generan servicios de intereses y utilidades, además de requerir su repatriación en algún momento. Así, las únicas divisas que son resultado de nuestro esfuerzo productivo son las del comercio exterior, cuando se exporta más de lo que se importa, en bienes y en servicios (turísticos, por ejemplo).
Pero si se necesita un superávit comercial externo para atender el pago de servicios de la deuda externa, o para acumular reservas, o para la demanda de dólares para ahorro, o lo que sea, tenemos que hacer permanentemente el esfuerzo de no demandar internamente todo lo que producimos en un período determinado, precisamente porque una parte se la tenemos que vender al resto del mundo por encima de lo que importamos desde el exterior.
La manera más directa de generar este excedente permanente sin que ello origine un desajuste macroeconómico es que el Estado capture ingresos de la economía que no vuelvan a la demanda bajo la forma de gastos, o sea, superávit fiscal (¿se acuerdan de los superávit gemelos de los que hablaba el expresidente Néstor Kirchner?). La otra forma es no transformando en inversión todo lo que se ahorra internamente. Si esto no se logra, el desajuste macroeconómico consecuente se puede traducir en presiones inflacionarias y retraso cambiario, si el tipo de cambio no acompaña a los precios internos. Tener superávit comercial permanente, querer invertir todo lo que ahorramos y no lograr superávit fiscal (ni hablemos si además hay déficit) sí es querer vivir por encima de nuestras posibilidades.
El asunto es cómo lograr un superávit externo de manera permanente, sobre todo cuando nuestro sistema productivo requiere la importación de insumos esenciales que no se producen en el país. Y a medida que nos aproximamos a la plena utilización de la capacidad productiva en los momentos de auge, las importaciones crecen más rápido que la demanda total. Por eso las exportaciones también deben crecer más que el PBI y esto requiere al menos dos cosas: 1) que el tipo de cambio (pesos por dólar) sea rentable para los productos exportables, y 2) políticas activas de promoción de nuestros productos en el exterior.
En el primer requisito está el quid de la restricción externa. Nuestro país tiene una estructura productiva con productividades relativas muy diferentes entre sectores (Marcelo Diamand la denominó “estructura productiva desequilibrada”) que hace que no haya un valor único del tipo de cambio que haga igualmente rentables a todos ellos. Y esto surge de la extraordinaria dotación de recursos naturales de nuestro país que hace mucho más productiva la producción agropecuaria con relación a la industrial.
No estamos hablando de “eficiencia” sino de productividad: entre dos actividades eficientes, la agropecuaria siempre será más productiva que la industrial en nuestro país, gracias a la bendición de los recursos naturales. En algún momento existió la ilusión de que el desarrollo industrial llevaría a equiparar las productividades relativas gracias al progreso tecnológico, pero esta ilusión no tomó en cuenta que la producción agropecuaria también podía progresar tecnológicamente, y vaya si lo hizo en las últimas décadas mediante la mecanización, los fertilizantes, la biotecnología, la siembra directa, los pools de siembra y la tercerización de los servicios productivos.
Esto implica que el sector agropecuario puede exportar rentablemente con un tipo de cambio mucho más bajo que el industrial, lo que puede apreciarse claramente con la situación actual de la soja, por ejemplo, que exporta rentablemente con un dólar de 5,70 pesos (8,80 menos la retención del 35 por ciento) aun cuando su precio está al 60 por ciento de lo que estaba hace cinco años. Mientras tanto algunos sectores industriales claman por un aumento del tipo de cambio porque dicen que con este 8,80 no pueden exportar, aun sin retenciones.
Alguien podría decir: devaluemos a 10 pesos el dólar y que todos puedan exportar. No es tan sencillo; en primer lugar, ya vimos a principios del año pasado que una devaluación se traslada rápidamente a los precios por expectativas inflacionarias y el ajuste pasa a ser nominal pero no real, porque vuelven a aumentar los costos de producción. En segundo lugar, para que la devaluación no se transforme en un regalo innecesario para el sector agropecuario y en un deterioro del salario real por aumento del precio de los alimentos, habría que aumentar las retenciones a las exportaciones en la misma proporción que la devaluación, ¿y quién se banca políticamente esa decisión?
Lo que este análisis nos pone de manifiesto es que si el tipo de cambio fuera el que hace rentable sólo al sector agropecuario (supongamos 6,50 pesos con algunas retenciones menores para los productos más rentables como la soja), la industria no exportaría casi nada y muchas ramas no sobrevivirían por la competencia de productos extranjeros mucho más baratos, aumentando la necesidad de importar lo que se dejaría de producir. Como el campo, por rentable que sea, no puede darles trabajo a todos los argentinos, habría además un tremendo incremento de la tasa de desempleo, por lo menos como la que hubo a fines de la década de los ’90 (más del 20 por ciento).
Si en cambio el valor del dólar fuera el que hace rentables a las exportaciones industriales, se les regalaría a los sectores agropecuarios más productivos un ingreso adicional innecesario para producir que saldría principalmente de los sectores urbanos por el encarecimiento de los alimentos que si no se exportarían.
Con esto último se entienden dos cosas cruciales para una política económica que persiga una baja tasa de desempleo y una distribución del ingreso menos inequitativa: 1) que la Argentina no puede tener un tipo de cambio real único, igual para todos los sectores productivos, y 2) que el tipo de cambio real tiene que ser más alto que el que hace rentable al sector agropecuario y, para que eso no enriquezca innecesariamente a quienes además quieren ahorrar y gastar en dólares y no deteriore el salario real, es inevitable aplicar retenciones a las exportaciones de ese origen. De paso, estas retenciones son las que ayudan al superávit fiscal necesario para mantener sin desajustes macroeconómicos el superávit comercial externo que fortalezca las reservas.
Algunas aclaraciones para quienes puedan, con razón, tildar de demasiado simplista el análisis precedente:
a) El sector agropecuario no es uno solo; hay muchas producciones y no todas tienen la misma rentabilidad, empezando por las regionales que muchas veces están más cerca de la industria que de los cereales y las oleaginosas.
b) Cuán alto debe ser el tipo de cambio es una discusión más fina porque tampoco es cuestión de convalidar la ineficiencia de algunos sectores industriales prebendarios que sólo pueden vivir de la protección estatal.
c) Las retenciones a las exportaciones agropecuarias no sólo sirven para lograr el superávit fiscal, son importantes sobre todo para financiar las políticas sociales en pos de menor inequidad.
Como no se puede discutir toda la política económica en una nota de divulgación, quedan abiertos estos y otros interrogantes. Sólo se pretendía profundizar un poco más en el tema de la restricción externa y sus implicancias en la política económica.
* Docente de la Universidad Nacional Arturo Jauretche.
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