DEBATE › EL CAMBIO DE éPOCA EN LA CELEBRACIóN
› Por Diego Rubinzal
Los aniversarios “redondos”, como el Bicentenario de la Independencia, sirven como excusa para repensar un acontecimiento histórico. La historia impuso el 9 de julio de 1816 como fecha “oficial”. El 29 de junio de 1815 quedó relegado a un lugar secundario u olvidado.
Ese día, el Congreso de Oriente –encabezado por Gervasio Artigas– declaró la voluntad independentista de las Provincias del Litoral. La declaración de la independencia en Tucumán sería impulsada por otros actores (e intereses).
En ese entonces, la “grieta” enfrentaba a dos proyectos diferentes. Por un lado, el “Protector de los Pueblos Libres” promovía una organización confederal. Por el otro, las Provincias Unidas de Sud América auspiciaban un esquema centralista comandado por Buenos Aires.
El factor denominador común, de ambos acontecimientos, fue la formulación de un grito independentista en un contexto adverso. La reinstauración de las monarquías absolutistas en el continente europeo conspiraba contra las gestas libertadoras.
Al margen de las discusiones históricas, los actos oficiales siempre están influidos por el perfil ideológico del partido gobernante y el clima de época. Así, las fechas patrias pueden significar cosas muy diferentes: actos vacíos de contenido tipo “postal Billiken”, reivindicación histórica, fiesta popular y/o algún día más para vacacionar.
El primer gobierno peronista las utilizaba en clave simbólica. Por caso, la suscripción, en la histórica Casa de Tucumán, del acta de independencia económica un 9 de julio de 1947. El documento anunciaba el compromiso de “los representantes de la Nación en sus fuerzas gubernativas y en sus fuerzas populares” de liberar al país del dominio del “capitalismo foráneo”.
El historiador Darío Macor apunta en “Representaciones colectivas en los orígenes de la identidad peronista” que “la nueva modalidad que asume la conmemoración del 9 de julio durante el gobierno peronista tiene su etapa de apogeo entre los años 47 y 52. A partir de la muerte de Eva Perón, el mes de julio encontrará ocupada a la militancia peronista en los preparativos de recordación de Evita y, por eso mismo, el 9 de julio se opaca en el calendario ritual y con él las manifestaciones asociadas a la ‘gesta de la independencia económica’ peronista”.
La visita del golpista Juan Carlos Onganía a Tucumán, el 9 de julio de 1966, tuvo como telón de fondo la crisis azucarera. El dictador prometió “prontas medidas de fondo que convertirían a Tucumán en un moderno polo de desarrollo industrial”. El 21 de agosto, el ministro de economía, Néstor Salimei, anunció la intervención y cierre de siete ingenios azucareros para “sanear” la economía tucumana.
Los discursos de entonces referidos a la necesidad de alcanzar objetivos de eficiencia, saneamiento y sinceramiento económico, suenan actuales. Las promesas de prosperidad futura no se cumplieron.
Ana Ramírez detalla en Tucumán 1965-1969: movimiento azucarero y radicalización política que “hacia fines de 1966 más de 9.000 pequeños cañeros habían perdido sus cupos de producción, mientras que otros tantos seguirán el mismo camino al año siguiente; para principios de 1967 el cierre de los ingenios y la reducción del personal en los que siguieron funcionando habían dejado en la calle a más de 17.000 trabajadores (un 35 por ciento del total de 1966). Cientos de pequeños comerciantes debieron cerrar sus negocios a causa de la recesión. El índice de desocupación en Tucumán llegó al 10 por ciento durante 1967 y trepó hasta casi el 15 por ciento entre 1968 y 1969, mientras que en un plazo de tres años se constató un proceso migratorio que llevó a abandonar la provincia a más de 150.000 personas, sobre una población cercana a los 750.00 habitantes”.
Más acá en el tiempo, los “festejos” del 9 de julio de 2001 fueron reveladores del estado anímico de la ciudadanía argentina. El entonces presidente Fernando de la Rúa sostuvo que “hoy nuestra independencia está difícil. La situación económica del país es comprometida, la situación social es seria…la situación nos ha convertido en una nación apesadumbrada. Hace años que esperamos un milagro que nos devuelva nuestra riqueza. Pero no hay milagros”.
Por el contrario, la euforia observada en el Bicentenario de la Revolución de Mayo no fue fruto de la casualidad.
Los actos del pasado 9 de julio tuvieron menos protagonismo popular por más que el joven gobierno todavía conserve un (declinante) crédito ciudadano. El deterioro económico-social registrado en los últimos meses conspiró contra un clima festivo. Por caso, las calles tucumanas fueron testigos de la marcha de “los globos negros del bicentenario”.
Lo cierto es que las conmemoraciones oficiales dejaron mucha tela para cortar. El desfile de nostálgicos del pasado (Aldo Rico, veteranos del Operativo Independencia, Falcón Verdes en Junín), la ausencia de mandatarios latinoamericanos, la no participación de los diaguitas en repudio a la presencia del rey emérito de España Juan Carlos de Borbón, el insólito discurso de Macri especulando sobre la angustia de los congresales de 1816, pasarán a la historia como símbolos del cambio de época.
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